Desde una habitación discreta en algún rincón de Grecia, Alina observaba. El portátil abierto frente a ella mostraba las imágenes en tiempo real del muelle de Kalliste. A pesar de haber dejado atrás la isla, no había dejado de espiar. Lo había previsto todo. Instaló cámaras ocultas por seguridad, por paranoia... por control desde que había abierto la escuela.
Ni Kilian lo sabía.
Ahí estaba. Ella lo veía todo. El velero. Céline. Matthias. Los gritos. El golpe. La humillación. La entrega a la policía. Había logrado lo que ella no: doblegarlo.
—Maldita perra, eres fuerte —susurró con una mezcla de desprecio y fascinación.
Alina se reclinó en la silla y encendió un cigarro. A pesar de la tensión, sus manos no temblaban. Todo lo contrario: su mente ya estaba en movimiento. Aquel espectáculo era oro puro.
Sacó su teléfono, marcó un número que no usaba desde hacía meses.
—Te tengo la historia del siglo —dijo en cuanto le respondieron—. Fingió su muerte. Estafó a su familia. Compro