Pero el imbécil de Renzo empezó a tocar la bocina del carro.
—Imbécil —dijimos los dos al mismo tiempo y reímos.
—Me tengo que ir —nos separamos—. Cuídate, hasta que nos entreguen los exámenes. Estás enferma, vengo a la hora del almuerzo, hazle caso a tu tío.
—Sí, papi —dije, volteando los ojos, porque parecía un papá dando órdenes.
Se acercó peligrosamente a mí y puso su mano en mi cuello, apretando sin hacer daño.
 Su boca tocaba la mía levemente.
—Para ti soy tu señor —apretó un poco más mi cuello—. ¿Entiendes?
Asentí.
—Dilo.
—Sí —apretó un poco más; en ningún momento me estaba haciendo daño.
—¿Sí qué? —dijo muy serio, apretando la mandíbula.
—Sí, señor —susurré.
Soltó un poco el agarre.
—Buena chica.
Soltó mi cuello y bajó su mano lentamente por mi camisa.
 «De mala suerte, hoy no tengo escote».
 Pero su mano no bajó por el medio de mis pechos.
Sus dedos fueron delicadamente hacia mi pecho izquierdo, mi preferido, y hoy —como no salí— solo tenía un top donde podía notar mi pezón pi