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Nolan observaba a Alaia mientras vendaba una de sus heridas. A pesar de que sus manos se movían con destreza, había algo en ella que no cuadraba.

Sus heridas no sanaban tan rápido como deberían, al menos no para una loba. Era un detalle que, bajo otras circunstancias, podría haber pasado desapercibido, pero en ese momento, Nolan no podía ignorarlo.

—Es curioso —murmuró, su tono era casual, pero sus ojos estaban atentos a cada gesto de ella—. Tus heridas no sanan tan rápido como las de otras lobas.

Alaia mantuvo la compostura, aunque por dentro, un nudo de tensión comenzó a formarse en su estómago. Sabía que esa pregunta llegaría eventualmente.

Desvió la mirada hacia la herida, como si eso pudiera ayudarla a pensar más rápido.

—Es por… mi loba —explicó, su voz serena—. Después de que el padre de los mellizos me rechazó quedó afectada. Desde entonces, mi curación no ha sido la misma.

Nolan asintió lentamente, sus ojos escrutaron el rostro de Alaia con una intensidad que la hizo
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