—Alma… —susurro con un hilo de voz.
—Señorita, despierte. Todo está bien —dice la voz de una mujer.
—¿Dónde estoy? —pregunto sintiéndome mareada.
Ella me dice que estamos en mi casa y que he estado durmiendo unos meses.
—Su esposo quiere hablar con usted —me avisa la mujer. Aún tengo los ojos cerrados y siento cómo la saliva cae de mi boca por no poder cerrarla bien.
Intento abrir los ojos por la insistencia de la mujer, y miro a donde ella me señala. Esta vez logro abrirlos un poco más, ya no están hinchados.
—Amor, ¿recuerdas algo de lo que te pasó? ¿Crees que podemos ayudar a la oficial de policía? —pregunta el maldito de Bernardo.
Sigo mareada y casi no puedo hablar. Aunque recuerdo exactamente lo que me ha hecho, muevo mi cabeza en señal de que no. Debo usar lo poco que queda de mí para proteger a mi hija.
Los días pasan y por fin veo a Amanda. Ella me abraza con cuidado, ya que mi cuerpo sigue herido. He perdido dos dientes y mi espalda ha quedado rasgada a la altura de las costi