Vendida al príncipe de Dalmora
Vendida al príncipe de Dalmora
Por: Rebecca
Vendida al príncipe.

POV Elara

Seguía escuchando las gotas de agua caer en la taza que había dejado, miré por la ventana y parece que pronto parará la lluvia. Miraba a mis hermanas dormir asegurándome que no haya más goteras, pues ya no hay más recipientes para poner debajo de ellas.

Veía destellos de las luces de las velas, caminé fuera de la habitación y vi a mi madre sentada en aquel banquito de madera, parecía pensativa, preocupada.

—¿Estás bien, mamá?

Ella enfoca mi rostro y frunce sus cejas.

—Mira donde estamos, Elara ¿crees que estamos bien?

Una simple pregunta fue el inicio de una discusión.

—Te vi un poco pensativa, pensé que…

—Desde que tu padre se fue, vamos de mal en peor. ¿Crees que puedo estar bien? Ese hijo del demonio se ha ido sin importarle sus propias hijas.

Es el discurso de todos los días desde que mi padre nos abandonó.

Di un paso atrás y empecé a alejarme.

—Debo trabajar como una maldita mula, porque ese degenerado se fue y nos abandonó. Me dejó con la responsabilidad de un hogar, ¡Estoy cansada!

Sentí como Anita tomó mi mano, los gritos de mi madre la despertaron.

—Está todo bien, mi amor —le dije llevándola de nuevo a la cama.

Me recosté con ella en la cama dándole palmadas en la espalda hasta que volviera dormirse.

Llevé mis manos a las orejas de Anita, para que no escuchara más de esos gritos. Cerré mis ojos queriendo un día despertar y que no fuera esta mi vida, pero no pasará.

Hemos vivido desde siempre aquí, en Dalmora, en una aldea bastante alejada, tanto que somos el desecho de todo. Poco importa quién eres o cómo te llames; todos somos polvo, hambre y necesidad.

Soy la mayor de cuatro hermanas, y desde que tengo memoria, la responsabilidad ha caído sobre mis hombros. He cuidado de mis hermanas, de mi hogar, he intentado ser su protectora y darles lo que nunca recibí ni recibiré de mi madre y mi padre, cariño.

Nuestra casa es una choza de paredes torcidas, hecha de madera vieja y barro reseco, con un techo que gotea cada que llueve.

—¡Elara! ¡Elara! —los gritos de mi madre me han despertado, como casi todas las mañanas.

Salté asustada mirando a todos lados.

—Ya desperté.

—Ya me iré a la herrería. No volveré hasta el anochecer.

—¿Hasta el anochecer? ¿Por qué, madre?

—Porque… No debo darles explicaciones —responde sin verme a los ojos—. Quedas a cargo —es lo último que dice antes de marcharse.

Froté mis ojos y cuando recordé que no tenemos nada de comer, traté de alcanzarla, pero sabía cuál sería su respuesta y me guardé mis palabras.

—Elara, tengo hambre —dice Anita, la más pequeña de mis hermanas.

—Lo sé, pero no te preocupes. En un momento haré algo muy delicioso.

Mi madre no es como las demás. En Dalmora los hombres trabajan el hierro, mientras que las mujeres hacen otro tipo de actividades… pero mamá, fue ella quien tomó el martillo y encendió la forja para trabajar, pues mi padre nos abandonó y desde entonces, todo empeoró.

Desde entonces su vida es el fuego, el ruido de los martillazos y el olor a hierro caliente. Se volvió dura, demasiado dura. Nunca supe si por orgullo o por desesperación. Para ella no hay tiempo de abrazos, ni de palabras dulces. Todo en ella es reproche, cansancio y rabia contra todos.

Esa mañana fría, por aquella noche lluviosa, sentí algo diferente en mi madre; creo que en su mirada había señales, de que ese día sería diferente.

Estaba por caer la noche cuando venía de recoger agua del pozo, mi piel blanca estaba manchada de lodo y humo, mi cabello rubio y largo estaba sujetado con cintas para poder traer mejor el agua casa… me detuve en el camino cuando vi la pequeña puerta de mi casa abierta. Solté lo que traía en mis manos y corrí.

—¡Elena, Patricia, Anita! —grité desesperada porque pensé que alguien había entrado a casa mientras yo no estaba.

Agitada entré a nuestra casa y vi a mi madre.

—Oh, mamá —dije soltando un suspiro mientras tocaba mi pecho—. Eras tu…

—Pasa un paño mojado por tus brazos, Elara, estás sucia.

Miré mis brazos y no entendí.

Ella estaba frente a una vela cociendo a mano una falda mía, la más decente que tengo.

—¿Qué haces?

—Debes arreglarte.

—¿Para qué?

Ni dijo nada más.

—¿Iremos algún lado? ¿debo organizar a mis hermanas también?

Ella negó con su cabeza.

—Solo tú y yo, date prisa.

No entendí nada, pero obedecí.

Tomé un trapo mojado y lo llevé a mis brazos, limpié mi rostro y volví a soltar mi larga cabellera.

Las dos salimos de casa, mis hermanas quedaron en casa de una buena mujer que algunas veces nos daba pan duro para comer.

—¿A dónde vamos?

—Debes ser obediente, Elara. Siempre debes escuchar.

No comprendía.

—Dijiste que llegarías al anochecer, llegaste antes. ¿Pasó algo en la herrería?

Tomamos el camino que daba a la plaza.

—No.

A medida que nos acercábamos a la plaza, algo dentro de mí se iba transformando, pero no era una sensación agradable.

—¿Por qué vamos a la plaza?

—No vamos a la plaza —respondió en tono serio.

—Entonces ¿A dónde me llevarás?

—A la casa de Don Aurelio.

—¿Dono Aurelio? ¿Por qué?

Don Aurelio es un carnicero, algunas veces me ha regalado huesos para preparar caldos.

El hombre aparece de la nada con una amplia sonrisa en su rostro, mira a mi madre y luego, me mira a mí. Don Aurelio reparó mi cuerpo, de los pies a la cabeza.

—¡Aquí está, mi Elara!

Sonreí de manera forzada sintiendo como el hombre tomaba mi brazo.

—Don Aurelio —susurré buscando la mirada de mi madre, pero ella la aparta.

—Espero que cuide bien de ella.

En el momento que menciona esas palabras, solté mi agarré de Don Aurelio y la miré con mi ceño fruncido.

—¿Por qué me traes aquí, madre?

—Desde ahora, vivirás con él.

—¿Qué?

—¿No lo sabe? —preguntó el hombre con sonrisa incómoda.

—¿Saber qué?

—Ahora me perteneces —respondió intentando tomar de nuevo mi mano—. Tu madre te ha apostado en el ultimo juego, pero ha perdido.

Abrí mis ojos sorprendida.

—¿Qué?

Ella seguía sin darme la mirada.

—Desde que perdió la herrería, ha estado jugando con nosotros. La suerte estuvo de su lado unos días, pero ahora… ahora la ha abandonado. Apostó lo poco que tenía, cuando ya no quedó nada más, apostó ese feo rancho donde viven y lo perdió. Se negó a entregar su casa, y yo te he pedido a ti a cambio.

Di un paso atrás negando con mi cabeza.

—Elara, ¿Qué haces?

—No me quedaré en casa de este hombre. No puedes hacer esto, madre.

—Tus hermanas no pueden quedar sin un techo para vivir. Debes hacerlo —dice mi madre.

—No, me niego a quedarme con este hombre ¡No lo acepto!

Mis gritos alertaron a las personas, quienes iban hacia la plaza empezaron a observar lo que sucedía.

Don Aurelio tomó mi mano apenado bajo las miradas de todos, pero puse resistencia, lo que aumentó la multitud.

—¡No iré con usted! ¡No me quedaré aquí! —gritaba con lágrimas en mis ojos resistiéndome a ser arrastrada por el carnicero. Pensaba en mis hermanas todo el tiempo, no podía estar lejos de ella.

De la nada, siento una bofetada fuerte. Aquel golpe me dejó unos segundos confundida, pero al volver mi vista, vi a mi madre en frente de mí enojada.

La mirada de todos, las manos de Don Aurelio queriendo sostener mi cuerpo, todo… todo me había confundido, como si estuviera en una pesadilla, hasta que, en medio de las personas escucho una voz fuerte.

—Yo le pagaré por ella.

Un hombre con su rostro cubierto caminaba en medio de las personas.

—No, no aceptar…

El hombre saca monedas de oro y todos quedan sorprendidos.

—Son muchas monedas —dice el carnicero soltando mi cuerpo.

—Yo le compraré esta mujer.

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