Capítulo 2

CAPÍTULO 2

MAX VOELKLEIN.

—Ay no —musitó Max al ver que ella ya había logrado subirse y colgarse.

Fue casi automático que el joven rodeara el cuerpo de la chica con sus brazos a la altura de las caderas para sacarle el cinturón (milagrosamente) y así, tirar de su cuerpo y dejarlo caer en la cama. No tuvo que recurrir a la hebilla para sacárselo. Ni siquiera tuvo que esforzarse para sacarla del aire.

Max la observa desmayada en la cama, sin saber qué hacer. Respira. Lo importante es que respira. Tiene la cabeza a mil por hora. Se pasa una mano por la frente y se acerca a ella con temor a despertarla. Frunce el ceño.

Está desmayada. Le toma la delgada muñeca y para revisar su pulso. Luego verifica lo mismo colocando dos dedos sobre garganta. Es como si estuviera dormida...

Entonces la oye decir en voz baja:

—Yo también quiero ser feliz...

En medio de una habitación a oscuras y que solo la luz de la calle logra ingresar por la ventana, Max tiene el corazón encogido tras escucharla hablar dormida. Todavía no le encuentra la lógica a cómo ha podido quedarse dormida así, de aquella forma tan trágica.

Se arrodilla en el suelo y ve a la joven dormir ¿cómo le había dicho el portero que se llamaba?¿Abba?¿Alba?

No.Se llama Ada. Ada Gray. Su memoria es muy buena a veces. Su padre lo ha golpeado en tantos sitios, pero ha podido salvar su cerebro y memoria de las golpizas. Eso no se vio afectado.

Entonces Max inspecciona el rostro de Ada. Es una muñeca rusa que duerme de costado con sus manos tendidas y entreabiertas. Literal.

Es preciosa. Una belleza que Max no sabe describir. Tiene el rostro pálido, tan perfecto como cuando tocas a una muñeca de porcelana. No posee ninguna cicatriz. Una nariz pequeña, perfilada. Las largas pestañas oscuras son un abanico y sus labios son ligeramente rosados. Los cortos mechones de cabello caen sobre sus mejillas.

Se pregunta de qué color serán sus ojos.

Max resisten la tentación de pasarle la yema de los dedos por su cien y crear un camino sobre su cuello. La calidez de su aliento choca con la cara de él. Traga con fuerza.

El celular de él vibra en su bolsillo. Nervioso, lo busca rápidamente e intenta callarlo desbloqueándolo. Teme despertarla. Es un mensaje de W******p de su grupo de amigos.

“Max ¿dónde demonios estás? Estamos en la puerta de tu apartamento”

Gruñe, molesto y escribe como respuesta: “Me ha surgido un imprevisto, tuve que marcharme, lo siento”.

Apaga el celular por si se atreven a molestarlo otra vez.

—No sé por lo que estás atravesando —le habla Max aun sabiendo que ella sigue dormida —, pero no voy a dejarte sola.

Se queda un par de horas despierto para mantenerla vigilada y husmea su apartamento con la intención de encontrar algo que le dé un indicio de por qué tomó la decisión que tomó.

Encuentra facturas vencidas, su heladera prácticamente vacía y la alacena con alguna que otra lata de comida barata. Menea la cabeza con desaprobación. Esa chica realmente la está pasando mal económicamente, pero no sabe si el intento de suicido está ligado a eso.

Quiere saberlo todo de ella.

Se mete en su baño. Es precario. Tiene un espejo que cumple también la función de mueble colgado en la pared. Varias rajaduras nacen detrás de él. La iluminación, amarillenta la ofrece un foco colgado en el centro del techo del baño. Un inodoro sin tapa, un lavamanos que se tambalea por lo antiguo que es y una ducha con un grifo incoloro.

No hay cortinas. Supone que vive sola.

Sale del baño y camina por el largo pasillo a oscuras. Solo la luz de la cocina logra iluminar algo del living y tramo por el cual avanza. Ni siquiera tiene retratos suyos o con amigas.

Es una casa que imana soledad, descuido y tristeza.

«Esta chica no puede quedarse a solas, debo ayudarla como sea»

Procura que siga durmiendo y sale del apartamento. Aprieta los labios al darse cuenta que ha destrozado la cerradura con la patada que le dio. Se ocupará de arreglarla y espera no espantarla con dichosa destrucción.

Va a buscar algunas cosas a su apartamento. Se cambia de ropa y decide ponerse unos pantalones de algodón, una sudadera con capucha y unos tenis. Si bien hace frio, en el apartamento de la chica estaba lo suficientemente cálido.

Al menos ella no pasa frio por la noche.

Toma algunos platos limpios de su alacena, algo de verduras, utensilios, sartenes. Todo lo necesario como para que cuando ella amanezca pueda comer algo sano y no comida enlatada. Le cocinará, se ocupará de ella si se lo permite.

La cuidara.

Revisa su reloj de muñeca. Ya son las tres de la madrugada ¿en qué momento pasó tanto tiempo? Regresa al apartamento de la chica y revisa nuevamente si sigue dormida. Lo está. Pero esta vez está durmiendo boca abajo, plácidamente.

Se le ha levantado la playera en la parte de atrás. Max aparta la mirada por instinto al ver la diminuta braga que se pierde en su firme trasero. Sus piernas, una estirada y otra flexionada se hunden en el colchón. Tiene los pies desnudos enredados en la colcha. Traga con fuerza. No debería estar observándola. Pero le resulta adictivo...

¿Qué?¿En qué está pensando? Menea la cabeza y cierra la puerta de su habitación. Aprieta los labios con fuerza al provocar que esta rechine. Maldición. Espera no haberla despertado.

Con cuidado se dirige al enorme y viejo sofá de la sala para dormir. No va a marcharse del apartamento por más que le paguen. Ella no puede quedarse sola ¿y si intenta suicidarse otra vez? No lo permitiría.

ADA GRAY.

Mis sentidos comenzaron, de cierta forma, a activarse. Mis manos entumecidas y el cuello ardiéndome de una manera tan intensa que me hicieron pensar al instante que yo no estaba muerta.

Una creencia mía consistía en que cuando uno está muerto, la existencia de un alma era errónea. Ya que los sentidos estaban ligados al cuerpo y no al alma.

Eso me había hecho creer que no había logrado suicidarme. Y poco a poco empecé a recordar qué me había impedido hacerlo.

Mis ojos se abrieron con lentitud y comencé a escuchar extraños pasos por la casa, ruidos provenientes de la cocina. El choque de utensilios, algo cocinándose en su propio jugo y el ruido del agua correr de la canilla me hizo poner en estado de alerta.

Había alguien en la casa.

Me obligué a levantarme, aunque a la fatiga le importaba un bledo que hubiese un asesino serial y tomé un paraguas cerrado que estaba en la esquina de mi habitación. Mis ojos cayeron sobre el techo en donde el cinto seguía colgado, demostrando mi fracaso.

Me di cuenta que había amanecido y no me tomé la molestia en averiguar qué hora era. M****a.

Con el paraguas en mi mano para apuñalar con la punta a cualquiera, abrí la puerta despacio y la muy hija de perra me delató por la falta de aceite en los tornillos de la misma, soltando un rechinido tan horrible que quise patearla por ser tan traicionera en un momento como aquel.

Salí al pasillo y cuando llegué a la entrada de la cocina, había un hombre de espaldas a mí, cocinando en la sartén. Tenía una sudadera con capucha oscura apretada a su cuerpo, haciendo que sus músculos se aferraran a ella. Era enorme. Usaba un pantalón de algodón gris que le daban un aspecto demasiado cómodo. M****a. Incluso se le marcaba el trasero.

¿Cómo se suponía que podía pelear contra ese hombre tan gigante?

—¡¿Quién eres y qué haces en mi cocina?!—grité a todo pulmón.

Con mi paraguas en posición de darle un golpe en la nuca. El hombre se dio la vuelta, dejándome ver su inmaculada belleza.

Hijo de la gran…era hermoso.

—Oye, tranquila. No he venido a hacerte daño—soltó, levantando las manos en son de paz y en una de ellas tenía una espátula negra.

Una espátula que no era mía.

Lo miré de arriba a abajo, observándolo atentamente y sin salir de mi estado de alerta. Alto, cabello pelirrojo oscuro, y unos ojos color caramelo fascinante, que tenían su propio brillo. Labios finos, nariz chata y con gesto asustado por atraparlo.

—¡Me estaba por suicidar y tú arruinaste todo!—carraspeé, recordando que por culpa de él no estaba muerta.

—Te vi desde el otro lado del edificio. Mi ventana daba exactamente a la tuya ¿Qué suponías que hiciera? ¿Ver cómo te colgabas y dejarte morir? Dios, no.

Me fulminó con la mirada mientras le daba vuelta a las tiras de tocino.

—Ahora si me disculpas, debes comer algo. Estás extremadamente delgada, y cuando dormías te rugía el estomago. Si no comes morirás, pero de hambre.

Parpadeé un par de veces, estupefacta.

—No sólo invades mi m*****a privacidad sino que, te tomas la molestia de cocinar algo que no estaba en mi heladera y que nunca podría comer por el maldito salario que tengo. Vete.

—No. No voy a permitir que te suicides y que yo cargue la culpa de no poder salvarte. Supongo que es un lucha interna de ego.

—¡Eres un…!¡Tú no vas a decidir si voy a morir o no! No sabes por todo lo que estoy…

Mi estómago rugiendo interrumpió mis palabras de una forma tan brusca e inesperada qué ambos lo miramos y desee que me tragara la tierra.

—Come y luego suicídate si quieres—carraspeó aquel tipo que parecía estar cada vez más cerca de los veintisiete o treinta.

Dirigí la mirada hacia la puerta y grité un rotundo ¡No! Al ver qué la cerradura se encontraba destrozada por la patada que él mismo había pegado anoche.

—¡Me destrozaste la puerta!—chillé, al borde de las lagrimas—No tengo dinero para repararla, ahora por tu culpa me echarán del edificio.

Las ganas de llorar aumentaron muchísimo.

—Oh si, porque la mejor opción hubiera sido tocar y decir: vecina, veo que se está por suicidar ¿me permite por favor pasar para impedir ese acto horrible? —puso los ojos en blanco mientras servía de forma calmada los tocinos y los huevos sobre mis platos de plástico barato—. Siéntate.

De mala gana y sintiendo que aquella batalla la había ganado el hambre, me senté de mala manera en la silla, mientras aquel desconocido se encargaba de colocarme el desayuno frente a mis narices. Él se sentó frente a mí, y no tardó en empezar a desayunar, en silencio.

Debía admitir que era la primera vez que veía a un hombre tan apuesto en mi casa y haciéndome el desayuno.

El aire era tenso, hasta que él decidió romperlo poco a poco...

—¿Cómo es tu nombre?—me preguntó, llevándose el vaso del jugo de naranja a los labios y mirándome, curioso.

—Ada Grey.

Otra persona a la cual invitar a mi funeral, genial. Otra persona más para que aquel entierro no se sienta tan solitario.

Él no podía protegerme por siempre, tarde o temprano se marcharía de la casa y así podría llevar a cabo mi final.

—Nunca había oído un nombre como el tuyo. Interesante.

Voz gruesa y calma, todo lo que una chica desearía escuchar en un susurro mientras te follan.

Asentí, sin darle demasiada importancia a su comentario positivo. Le daba interés algo ordinario como mi maldito nombre. Seguro era psicólogo.

No tardé en empezar a desayunar y devorarme todo lo que él había hecho para una imbécil como yo. Estaba tan hambrienta.

Disfrutando de mi desayuno, se escapó de lo más profundo de mi garganta un gemido tan intenso que el hombre levantó la mirada con los ojos bien abiertos y sorprendido. Tragando su desayuno a la fuerza.

—Lo siento—me disculpé, sintiendo como mis mejillas se sentían acaloradas.

—¿Hace cuánto que no comes, Ada?—me preguntó, entre sorprendido y a la vez con un rostro que irradiaba lástima dirigida a mí.

—Ayer a la noche comí una pizza. Fue una única excepción. Sólo como por las mañanas.

—Por todos los cielos—masculló, soltando la servilleta de papel sobre la mesa y frotándose la frente, consternado—. No puedes pasar tanto tiempo sin comer. Ahora entiendo porque estás tan delgada, tus brazos están delgadísimos y tienes unas ojeras horribles.

—Eso es asunto mío. No te he echado sólo por el simple hecho de que estoy comiendo—murmuré, preguntándome a mi misma por qué él seguía en la casa—. Al menos dime tu nombre. Interrumpes mi suicidio y me preparas el desayuno como si nada hubiera pasado, creo que merezco saberlo.

Sonrió a través de su servilleta, mientras se limpiaba las migas de pan en la comisura de sus labios.

—Me llamo Max. Un gusto haberte salvado la vida, Ada Gray.

Puso la mano frente a mí, con la intención de esperar a ser estrechada. Pongo los ojos en blanco, correspondiéndole el saludo.

Wow, tiene una mano cálida y fuerte. Omito mis pensamientos calientes antes de que se reflejen en mi rostro.

—No quería ser salvada.

—Hubieras cerrado las cortinas.

—¿Disculpa?

—Si querías suicidarte sin llamar la atención de los vecinos hubieras cerrado las cortinas.

—Detalle importante que se me ha escapado—carraspeé.

Tenía razón, él la tenía sin duda alguna. Maldición.

—¿Por qué querías suicidarte?

Su pregunta tan íntima me tomó por sorpresa. Casi me ahogo con un pedazo de tocino.

—No voy a responder a eso.

—Bueno, cómo no vas a responder, me veo obligado a tenerte vigilada para que no vuelvas a atentar contra tu vida—apretó los labios y se encogió de hombros.

La situación se me estaba saliendo de las manos, terminé mi desayuno en silencio y llevé los trastes al lavadero mientras él aún seguía desayunando como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Me apoyé contra el lavabo, me crucé de brazos y lo miré con mala cara.

—Tu gesto de niña caprichosa no me va a sacar de la casa—me soltó, con aire distraído y sin mirarme, mientras continuaba comiendo.

—Debería, o creo que la policía sí lo hará.

—No si me encargo de llamar a personas que sean especialistas en suicidio y decidan internarte.

—No tienes pruebas de que eso me ha ocurrido.

—Tu cuello rojo y marcado es prueba suficiente—contratacó, señalando con un gesto mi cuello.

Tragué saliva, dándome por vencida. Solté un suspiro, pensando qué hacer con ese tal Max que había aparecido en mi vida cuando menos me lo esperaba.

Como respuesta, el hombre me sonrió y tomó un último vaso de jugo antes de llevar los trastes sucios al lavabo. Tuve que apartarme antes de que nuestros brazos rosaran por su proximidad.

—¿Tienes empleo? ¿amigos? ¿Familia a la cual llamar en caso de que yo no pueda quedarme contigo?

—No es necesario que te preocupes por mí. No lo necesito.

No iba a darle información personal a un extraño.

—Un acto suicida es el acto más enorme de ayuda. Créeme, me necesitas. Perdón, quise decir, necesitas de alguien y creo que haberte visto por la ventana ayer a la noche no fue casualidad.

—Maldición ¿ahora dirás qué fue el destino o alguna estupidez como esa?

—Creo en todo lo que vea, y lo que vi ayer fue la casualidad, no el destino.

Me quedó mirando un instante, como si intentara de descifrar qué está pasando por mi cabeza.

—¿De dónde has salido, Max?

Sonrió nuevamente y se mordió el labio inferior para reprimirla.

—He salido del otro edificio para salvarte la vida, Ada Gray.

Max se encargó de limpiar mi hogar, tender mi cama y sacar el cinturón de la cañería para que no intentara suicidarme otra vez. Tuvo el descaro de esconder los cuchillos y todo lo que pudiera atentara contra mi vida. Apenas me dirigía la palabra, ya que la mayoría de las veces tenía el celular pegado a la oreja, hablando con alguien sobre negocios y futuras inversiones. Me sorprendió mucho que una persona como él, que aparentaba ser tan fresco y tan peculiar, pareciera ser importante, ya que la mayoría de las veces sonaba autoritario, frio, distante.

Como si tuviera la obligación de dar órdenes a otras personas. Parecía estar trabajar por teléfono.

Mientras yo permanecía acostada en la cama, mirando por la ventana el cielo azul que ofrecía el día, Max merodeaba por la casa, parloteando con otra persona detrás del celular. No sabía por qué seguía aquí ¿acaso no tenía otra cosa mejor que hacer que estar limpiando mi casa y procurando que coma?

Al rato, tocó la puerta y le permití el paso.

—Te he preparado un baño caliente. He venido por un par de toallas para ti y ropa para cuando salgas de la ducha. —me dijo, desde la puerta.

—¿Ya te he dicho que esto no es necesario? Estoy bien.

—No estás bien, no seas negadora con tu estado de ánimo.

—Me sentiría mejor si te marcharas de mi casa.

Max se echó a reír como si hubiera contado un chiste. Un chiste que no parecía haber soltado. Fue directo hacia la única cajonera que tenía en la habitación y comenzó a revisarla. Cuando vi que llegó al cajón de mi ropa interior y tomó una braga color piel, chillé.

—¡Hey, no toques eso!

Me levanté de un salto de la cama y le saqué de un tirón la prenda, descolocada por ser tan confianzudo.

—No es algo que no haya visto antes. Es más, creo que le he visto la misma braga a una chica con la que me acosté hace tres días atrás —sonrió, sin importarle mi perplejidad.

—Así que vas por ahí, recordando el color de las bragas que van pasando por tu vida. Que interesante resultaste ser, Max.

—Puedo ser más interesante de lo que crees.

—Dime que no deje entrar a mi casa a un pervertido —temí.

—Para nada. No pretendo acosar a un ciervo asustado.

—¿Ciervo asustado?

—Tienes los ojos más enormes y delicados que he visto en mi vida. Nunca he visto un color semejante al tuyo ¿son grises Ada? Incluso si le presto más atención, puedo ver un color avellana en su interior.

Lo miré, anonadada. Su rostro estaba a escasos centímetros del mío, permitiendo que me perdiera en este. Entonces me di cuenta que...

—¡Estás usando tu táctica de conquistar mujeres conmigo! —adiviné, entre una sonrisa y a la vez algo ofendida.

—Soy genial—dice, orgulloso—. El secreto está en mirarlas a los ojos y recorrérselos con la mirada, hasta pasar directo a sus labios. Sencillo, pero funciona.

Me eché a reír, asombrada.

Volvió a sacarme la braga de la mano, tomó un par de toallas y escogió la ropa que creyó adecuada que usara. Ropa cómoda gracias a Dios, me sacó de la habitación hasta dejarme en el cuarto de baño.

—Báñate, y cuando salgas una deliciosa comida te estará esperando. Te sorprenderá lo que pueden hacer estas manos.

Y sin que me permitiera protestar, me vi obligada a meterme a la tina blanca y pequeña, comenzando a enjabonarme el cuerpo con gran pesar. Seguía teniendo un enorme malestar en el pecho, de esos que me decían que si seguía viviendo la estaría pasando peor.

Si no hubiera sido por mi vecino, la policía estaría intentado ingresar a la casa o quizás pasarían días cuando decidan ver qué ocurre que no he salido del apartamento y por qué hay un olor a putrefacción que invadía todo el pasillo del edificio y se intensificaba cuando se pasaba por mi puerta.

Me hubiese gustado estar muerta, pero estaba disfrutando de la compañía de una persona cuya intención era ayudarme. No sabía exactamente qué ocurriría si él se marchaba luego, si volvería a tener pensamientos negativos dominando mi mente.

Con el agua llegándome por la mitad de los pechos, atraje mis piernas hacia ellos y me abracé las piernas, dejando caer mi mentón en las rodillas.

No quería depender de nadie, ese era mi punto. Si lo hacía, estaba sentenciada al fracaso, al cual siempre había estado destinada.

—Ada ¿todo marcha bien?

La pregunta detrás de la puerta de Max me sobresaltó, dándome cuenta de que ya había estado demasiado tiempo en la tina.

—Sí, en seguida salgo.

Me lavé el cabello, lo enjuagué y salí, envolviéndome en las toallas que Max había escogido. Me miré al espejo, tratando de entender qué haría con mi vida si no tenía trabajo, estabilidad económica y un sueño al cual perseguir, ya que tampoco tenía motivaciones. Me sentía perdida.

Sequé mi cabello corto con la toalla, cada mechón blanco que había en él. Había nacido con el cabello tan rubio que parecía tener canas, un par de veces me había dado el gusto de poder oscurecerlo para no parecer calva. El cabello me llegaba un poco por arriba de los hombros y estaba tan pálida que daba escalofríos.

Que hermoso era estar muerta en vida.

Me puse un pantalón de algodón gris, la braga y una remera de tiras en los hombros oscura, tratando de evadir el sostén a toda costa. Pretendía estar cómoda.

Observé mi reflejo por última vez antes de salir al pasillo y las palabras “todo estará bien”, vinieron a mi mente. El peor sentimiento era no saber si continuar o rendirse.

MAX VOELKLEIN.

Tenía que admitir a los gritos que ella era sin duda alguna la mujer más hermosa que había visto jamás. Dios mío. Estaba maravillado. Verla dormir era un espectáculo pero que esté despierta, moviéndose de aquí para allá con sus enormes ojos grises…era una obra de arte digna de ser observada y aclamada.

Por supuesto que sabia su nombre pero quería escucharlo salir de su boca.

Aún seguía perplejo por haberlo amenazado con un paraguas. Si bien quería reírse, no era el momento. Pero le había causado mucha gracia. La joven era testaruda, desconfiada (cosa que era probable). Su voz delicada y suave, como cuando te hablan despacio para hipnotizarte.

Su cabello por los hombros se agitaban con cada paso que daba. Tenía estilo. Era simplemente hermosa.

¿Cómo tanta belleza puede ser consumida por una tormenta?¿Qué fue aquel trauma que la consumió para intentar suicidarse? Tantas preguntas que Max no se animaba a preguntarle porque no quería invadirla. Solo quería permanecer a su lado para impedir cualquier locura.

La oye hablar, le sonríe. Es tan perfecta. Una belleza inmaculada.

Luego de que ella se fuera a descansar, se ocupó de limpiar el desastre que hizo cocinando el desayuno y trato de averiguar gracias a conocidos suyos el precio de las sesiones de psicólogos o psiquiatras. Sabía que su compañía no bastaría para salvarla, necesitaba la ayuda de un profesional.

Fue a comprar lo necesario para el almuerzo y un vino peculiar. Quizás le gustaba beber o no. No sabía por qué estaba tan nervioso.

En el apartamento, se pasa las manos por el cabello y va de aquí para allá. Quiere tener todo perfecto. Quiere hacerla sentir querida pero no sabe cómo si es un maldito extraño.

ADA GRAY

Max había pensado en todo, carne horneada con papas rebajadas y fritas, con una ensalada de tomate y lechuga.

—¿En qué momento de la mañana fuiste a comprar todo esto? —fue lo primero que le pregunté al ver lo que había preparado —. No tengo dinero como para devolverte todo lo que gastaste.

Él se encontraba colocando los cubiertos a cada costado de los platos y levantó la vista, al verme entrar.

—Cuando dormías. Aproveché ese instante para comprar todo lo que sea necesario. No pretendo que me devuelvas el dinero, has de cuenta que te he sacado a comer.

—¿Eso sería una cita? Interesante.

—No, Ada. Sólo he cocinado lo que hacen las casas de comida, pero hacerlo es más barato. Siéntate ¿tomas vino? Porque yo sí.

Sirvió dos copas de vino y dejó la botella sobre la mesa mientras me sentaba, observando todo lo que estaba haciendo por mí.

Otra vez nos quedamos frente a frente y comíamos en silencio. Cada tanto le echaba un breve vistazo y lo encontraba mirándome, pero cuando nuestras miradas se encontraban, la evadíamos al instante.

—¿Cuántos años tienes? —me atreví a preguntarle.

—Treinta y cinco años.

Abrí los ojos, sorprendida.

—Creí que tu edad estaba por debajo de los treinta.

—Gracias, lo tomaré cómo un alago. La vida siempre pasa volando, un día tienes veintisiete, éxito y chicas y a los pocos años estás buscando algo significativo para seguir viviendo. A veces, jugar a ser una persona fuerte ya no resulta algo divertido —soltó sin más, jugueteando con la comida con el tenedor —¿Cuántos años tienes, Ada?

—Diecinueve años.

No fui la única en que se sorprendió por los números mencionados. Él me miró como si yo le hubiera dicho algo peor que mi edad.

—Demonios, no creí que fueras tan pequeña.

Se puso tan incomodo que tuve que calmarlo.

—Soy mayor de edad, no soy pequeña. No te preocupes.

—Ahora comprendo por qué creías que era un degenerado. Siento mucho si te estoy incomodando estando aquí, mi intención es ayudarte. —aclaró rápidamente, y veía como su cuello comenzaba a ponerse rojo al igual que su rostro y se removía en la silla.

Apoyé mi mano en la suya por encima de la mesa. Él se llevó la sorpresa de aquel contacto físico y me miró, dejándolo quieto un instante.

—Hiciste en pocas horas algo que nunca había hecho algo por mí—le dije, con tanta sinceridad que se me quebró la voz. Retiré mi mano y me llevé la comida a la boca, saboreando con gran disfrute—Déjame decirte que esto está delicioso, Max.

Él se relajó y me sonrió, volviendo a tomar sus cubiertos para retomar su comida.

Entonces, su teléfono sonó nuevamente y atendió, algo frustrado.

—Felipe ¿cómo estás? No, ¿qué? ¿Era hoy? ...no, no tenía idea. Sí, no sé...mi padre pretende que lo haga, pero yo sigo en modo desconfianza...¿en serio? Puede que invite a alguien... ¿sí? Luego confirmaré mi presencia, es muy temprano aún. Sí, ...adiós.

Colgó la llamada y me miró, con gesto dudoso.

—Esa fue una llamada bastante corta. —le dije.

—No fue la llamada, sino el tema de conversación de la misma.

—¿A qué te refieres?

Tragó saliva antes de responder:

—¿Cuánto dinero puedo ofrecerte para que seas sólo por esta noche, mi sugar baby?

Fue inevitable que la comida resbalara de mi boca al plato.

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