Los guardaespaldas se quedaron afuera de la empresa, mientras yo entraba.
Era la primera vez que entraba a la compañía de Alexander.
Era tal y como me la imaginé; inmensa, fría y minimalista.
Hombres y mujeres caminaban de un lado a otro, vestidos formalmente. Y el ruido… Eran tantos trabajadores bien presentables reunidos en un mismo lugar que podía escuchar el resonar de los zapatos y el murmullo de las conversaciones.
Caminé hasta llegar a recepción, donde me recibió una mujer de ojos delineados y los labios pintados de rojo intenso. Me miró fijamente.
—Buenos días —dije con toda la cortesía a pesar de estar desesperada por saber del paradero de mi esposo—. Necesito ver a Alexander Westwood.
La recepcionista apretó los labios y supe que no le gustaba nada mi presencia. Claramente, me había reconocido. Estaba al tanto que yo era su esposa.
—¿Tiene una cita agendada? —preguntó con sus labios rellenos de botox.
—¿Una cita? Soy su esposa —Arrugué la frente, confundida—.