GABRIEL SILVA
A la mañana siguiente, cuando pude abrir los ojos, me encontré solo en la cama. ¿A dónde había ido Isabella? —¡Carajo! —exclamé furioso y golpeé en el colchón.
¿Qué me estaba ocultando? ¿Por qué se comportaba de esta manera cuando más feliz éramos? Había mujeres que después de obtener lo que querían, se aburrían y se iban. ¿Ese era el caso de Isabella? No lo podía creer.
Cuando bajé al comedor me encontré a mis pequeños desayunando y Sara era ayudada por Guillermina.
—¿Dónde está Isabella? —pregunté intentando ocultar mi molestia.
—Salió temprano, señor —contestó Guillermina preocupada—. Yo llevaré a los niños a la escuela.
—No, lo haré yo… —contesté furioso.
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El tiempo pasó en la oficina y cada segundo que marcaba el reloj de la pared se me clavaba como una aguja en el pecho. Me sentía traicionado y estúpido por no saber lo que pasaba con Isabella. Su cuerpo seguía respondiendo al mío, pero era como si su alma y su corazón ya no estuvieran en sintonía.
Abrí