MARÍA MURILLO
—¡¿Cómo que ácido?! —exclamé con sorpresa—. Tranquila, hiciste bien en enjuagar su cara. Todo estará bien.
De pronto la puerta sonó y Daniel se levantó para atender mientras yo escuchaba el llanto y la desesperación de Isabella. Sabía que tenía que ir de inmediato para auxiliarla o por lo menos consolarla.
Colgué el teléfono en el momento que atravesé la puerta de la habitación, entonces mi corazón se cayó al piso. Daniel estrechaba con dulzura a una mujer que parecía deshacerse en llanto.
—¡No sé qué hacer! ¡Ayúdame por favor! —suplicó Celeste empapada en lágri