André estaba bebiendo su cuarto vaso de whisky en la biblioteca, mientras afuera ya había anochecido.
Si decía que se sentía asfixiado ahora mismo, era quedarse corto, y antes de que sus manos tambaleantes prendieran el puro, el encendedor se le resbaló de los dedos y terminó por explotar.
Lanzó el puro a la pared con furia y luego dio varios puños en la madera cuando supo que todo se había salido de control. Nada estaba a su alcance.
Estaba odiándose ahora mismo más que nadie, iba a defraudar a su abuelo, y tendría que ver su mirada decepcionada.
Lo mataría, su rostro triste lo aniquilaría.
—¡André! —esa voz dulce y plana, pero a la ve seductora, llegó a sus oídos, y cuando levantó la mirada, los ojos de Samara solo lo detallaban con miedo.
—¿Qué quieres? —en ese momento no tenía en mente que aún seguía jugando su papel para llevarla a la cama, pero que más daba, todo estaba perdido ahora.
—¿Qué pasó? ¿Por qué…?
—Ahora no… —André limpió su frente esperando que lo dejara solo—.