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No quiero jugar tu juego, no quiero que me rompas el corazón

Déjame correr ahora, dame una salvación.

No soy cobarde, sólo superviviente.

Déjame correr ahora, dame una salvación

Jennifer se tiró en su cama mirando el techo sintiéndose agotada, completamente agotada. Había estado en reunión tras reunión todos estos días, pero no era eso lo que había agotado sus energías, eran las noticias recibidas en esas reuniones.

Tal como Hammonds le había dicho, no había mucho que hacer; sólo tenía dos opciones: casarse, o irse a la banca rota.

Lucile entró a su habitación con paso silencioso y se sentó a su lado en la enorme cama. Extendió una mano a la suya apretándola con suavidad.

—Quisiera poder ocupar tu lugar en esta decisión tan terrible que tienes que tomar —le dijo Lucile, y Jennifer sólo apretó con fuerza sus ojos.

—No digas eso, porque entonces, yo estaría deseando tomar tu lugar —Lucile sonrió. Recordó que no siempre ellas habían sido unidas; durante mucho tiempo, su hija había preferido a su padre por encima de ella, pero luego ella había madurado un poco, y se habían hecho más cercanas, y esa cercanía se estrechó luego de la muerte de William.

—Sabes, yo sé organizar eventos —dijo Lucile con una sonrisa—. Siempre he sido buena organizando fiestas para tu padre; cenas y soirées. ¿Lo recuerdas? Tal vez podamos, entre las dos, crear una nueva empresa—. Al oírla, Jennifer se sentó en la cama mirándola con seriedad.

—Mamá, lo difícil no es volver a empezar. Sé que estás dispuesta a sacrificar muchas cosas por mí, pero no será necesario.

— ¿Qué… qué piensas hacer? —Jennifer respiró profundo.

—Me… me entrevistaré con los hermanos Blackwell. Les haré una propuesta.

— ¿Aceptarás casarte con uno de ellos?

— ¡Claro que no!

— ¿Entonces?

—Ellos son nuestros mayores acreedores. Tal vez se pueda hacer algo. Hablaré con ellos. Jugaré mi última carta—. Lucile apretó sus labios, y Jennifer se apresuró a añadir: —Tal vez me escuchen. Tal vez no todo esté perdido.

—Si decides que son demasiado horribles y que por ningún motivo te casarías con ellos, recuerda que no me importa trabajar—. Jennifer se acercó a ella y le besó la mejilla.

—Gracias. Eres la mejor del mundo—. Lucile la vio ponerse en pie y tomar su teléfono—. ¿Hammonds? —saludó ella—. Dile por favor a los Blackwell que estoy dispuesta a hablar con ellos. Sí, aquí en mi casa. ¿Este sábado? Bueno… está bien. Tendré que cancelar algunas cosas, pero entre más pronto, mejor. Gracias, Hammonds—. Jennifer cortó la llamada y miró a Lucile con una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Los veré este sábado. Vendrán a cenar. ¿Podrías, por favor, ayudarme en la organización de esta cena en particular? —Lucile sonrió.

—Claro que sí, hija.

Jeremy Blackwell entró a la hermosa casa de los Hendricks mirando todo en derredor. Era una casa preciosa de dos plantas, con un enorme jardín que había podido admirar a pesar de estar ya oscuro. La fachada imponía, con su doble escalinata para llegar a la puerta principal, el lobby car y los altísimos pinos flanqueando la mansión.

Por dentro no era menos imponente. Todo se veía de muy buen gusto, todo en su lugar, elegante, fino. Seguro que, si pasaba el dedo por cualquier superficie, éste no recogería ni la más pequeña mota de polvo, pensó con una sonrisa torcida.

—Sígame, por favor —dijo una mujer de mediana edad que llevaba un impecable uniforme, y con la gracia de una dama, lo condujo a través del vestíbulo hasta una preciosa sala de muebles blancos, con pinturas coloridas colgadas en las paredes y una hermosa araña de cristal pendiendo del techo que les regalaba su luz.

Era asombroso cómo los ricos no sólo podían conseguir las cosas más finas, sino, también, hacerlas encajar unas con otras, pensó mirando la araña de cristal. Nada aquí parecía ostentoso o chabacano, y esa era una virtud que imaginaba que sólo las mujeres criadas en la alta sociedad eran capaces de conseguir.

—Señor Blackwell —dijo la voz de una mujer, y Jeremy se giró a mirarla. Era Lucile Hendricks, que bajaba por las escaleras mirándolo con una sonrisa cordial. Él se acercó a ella y le extendió su mano, y ella le dio la suya con la palma hacia abajo. Las mujeres de la alta sociedad tenían esta costumbre, recordó. Era como si esperasen que los hombres se arrodillaran y les besasen el dorso como en los tiempos antiguos. Él sólo la estrechó suavemente.

—Señora Hendricks… —Ella movió su mano señalando los muebles, y caminaron hacia allí. Lucile se sentó, y Jeremy hizo lo propio.

—Mi hija bajará en unos minutos. Está… preparándose.

— ¿Psicológicamente? —preguntó Jeremy sin sonreír. Imaginando que eso sólo podía ser una broma, Lucile rio quedamente.

—No se lo tome a mal. Ha sido un poco difícil para nosotras… por todo lo que hemos tenido que pasar.

—Imagino.

—Pensé que también vendría su hermano —dijo Lucile mirando hacia la puerta, como si el otro Blackwell sólo se hubiera retrasado un poco.

—No es necesario que venga —contestó Jeremy. Lucile esperó que agregara algo, pero él sólo guardó silencio.

—Ah, bueno… pensé que los asuntos más importantes los decidían entre los dos.

—Así es. Y este asunto ya ha sido decidido por parte nuestra.

—Es decir…

—Buenas noches —dijo la voz de Jennifer, y Jeremy se puso en pie. Se miraron el uno al otro por dos, tres, cuatro segundos. Tal vez midiéndose, tal vez admirándose un poco.

Ella era guapa, comprobó Jeremy. Robert le había enseñado una fotografía suya en su teléfono antes de venir aquí, ya que él no se había dado a la tarea de buscarla en las redes sociales, pues las fotos podían decir una cosa, y la realidad otra. Pero en este caso, Jennifer Hendricks era la misma tanto en fotos como en persona, y él sonrió internamente. Era alta, rubia, y llevaba su cabello largo y un tanto ondulado suelto a su espalda. Sus ojos grises lo miraban con inteligencia, cosa que le encantaba en una mujer, y definitivamente, las curvas de Jennifer estaban muy bien puestas. A pesar de su ropa discreta, pudo adivinar debajo senos capaces de llenar sus manos, una cintura estrecha y…

En fin, que era guapa.

—Buenas noches —contestó él a su saludo. Ella no ofreció su mano palma abajo, sino que le estrechó la suya firme y brevemente. Esto le gustaba, pensó otra vez.

Jennifer le indicó que tomara asiento, y le lanzó a su madre una fugaz mirada. Había investigado un poco acerca de los Blackwell, y lo que se había encontrado la había dejado un poco preocupada. Ellos eran… bastante singulares.

Este de aquí era alto, de eso no había duda, pero… parecía venir directo del taller donde él mismo hubiese estado reparando su auto. Llevaba una horrible chaqueta de cuero de dos colores, negro y miel, y debajo, una camisa que no hacía juego. El pantalón estaba pasado de moda, arrugado, y aunque él parecía pulcro, su ropa dejaba mucho que desear.

¿De verdad era un hombre de negocios? ¿No les estaban jugando una mala broma y habían enviado al chofer para burlarse de ellas?

—Tienen una hermosa casa —dijo él sin sonreír, y Lucile sí lo hizo.

—Gracias. Ha sido el esfuerzo de muchos años. La construimos al gusto de William y mío. Bueno, más mío que suyo.

—Pues, tiene muy buen gusto, señora —Lucile lo miró ladeando su cabeza, y al decidir que su elogio era sincero, sonrió.

— ¿Desea que hablemos de negocios ahora, o después de la cena? —preguntó Jennifer sucintamente. Jeremy la miró fijamente.

Él tenía ojos azules, un poco fríos, la verdad. Inteligentes, escrutadores. Le hizo sentir como si la estuviera estudiando con rayos x. Tenía el cabello negro en un corte clásico, y su piel, de un tono bronceado natural, hacía resaltar aún más sus ojos. Sus mejillas enjutas tenían una barba de días, y, a pesar de la mala elección en su indumentaria, con sus actitudes, su mirada, y hasta el tono de su voz, pudo comprobar que este hombre de aquí no era ningún empleado; había demasiada seguridad en su mirada, en sus ademanes. Parecía el tipo de persona que no bajaba la cabeza fácilmente, que se mantenía en su posición a menos que se le convenciera a cabalidad de lo contrario, que estudiaba a fondo cada situación. Si llegaba a convertirse en un enemigo, pensó Jennifer, sería uno muy formidable.

Y no podía negar que, la armonía de su rostro, más el halo de confianza que lo envolvía, lo hacían un hombre guapo.

—Como lo prefiera —contestó él a su pregunta de antes.

—Entonces, los dejaré a solas —dijo Lucile poniéndose en pie. Jeremy se puso en pie con ella, y hasta que no salió de la sala, no volvió a sentarse. Jennifer cruzó sus piernas a la altura del tobillo, manteniendo su espalda recta, y tomó de la mesa del café una carpeta que había estado allí dispuesta para su reunión.

Para esta ocasión, había elegido un conjunto de falda blanca con un blazer azul celeste; le daban un aspecto afable a la vez que profesional, y esto era una reunión de trabajo, no social.

Pero ahora pensaba que difícilmente un hombre que vestía como éste de aquí podría comprender el lenguaje de los colores.

No importaba; ella vestía para sí misma, no para impresionar a los demás.

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