Un príncipe en Construcción
Un príncipe en Construcción
Por: Virginia Camacho
1

El tiempo corre y corre, cada día es igual.

Los días van pasando, nunca se detendrán.

Cambiar no puedes mi destino, ese ya está escrito.

Por eso, no sonrías, no conozco ese lenguaje maldito.

—Vas a tener que casarte, Jeremy —le dijo Robert Blackwell a su hermano menor mirándolo fijamente. Jeremy levantó su mirada del papel que estaba revisando sin hacer ningún ademán de sorpresa o enojo, a pesar de lo grave de las palabras que estaba escuchando. Robert suspiró y se sentó en el mueble frente a él—. No hay otra manera de solucionarlo —dijo—; sólo el matrimonio.

—¿Seguro que estudiaste todas las opciones? —preguntó Jeremy volviendo a mirar el documento que tenía en sus manos, y Robert entrecerró sus azules ojos, idénticos a los de su hermano, haciendo una mueca.

—Claro que lo hice. No te metería en semejante problema si no fuera porque, definitivamente, no hay nada que hacer para evitarlo. Los Hendricks irán a la bancarrota si no hacen algo pronto, y “algo” es casarse con quien le pueda proporcionar el dinero líquido que necesitan contante y sonante. Si alguien más se entera, pronto le lloverán a la heredera mil propuestas como esta, y ella tendrá que decidir, y la verdad, hace tiempo que tú y yo queremos tener el legado Hendricks en nuestras arcas.

—El dinero —dijo Jeremy en tono lacónico—, la verdadera razón de todo —Robert sólo se encogió de hombros—. Así que… —siguió Jeremy dejando al fin a un lado los papeles y mirando a su hermano a la vez que se recostaba al sillón en el que estaba— he de casarme, ¿eh? —Robert sonrió.

—Sí. Te toca a ti.

—No conozco a la hija, ni si quiera sé cómo se llama.

—Jennifer —contestó Robert de inmediato—, y que no la conozcas es el menor de los problemas.

— ¿Y si decido que no me gusta, que es insufrible como todas las de su clase, y que prefiero perder las industrias Hendricks? —Robert hizo una mueca.

—Supongo que entonces quedarás exento de la horrible obligación de casarte.

—Gracias.

—Pero con el compromiso de conseguir la manera de que esa deuda sea saldada—. Jeremy se encogió de hombros, como si eso no le importara mucho. Robert hizo una mueca. La verdad, es que había muy pocas cosas en este mundo que sacaran a su hermano de sus casillas, su actitud flemática le hacía parecer frío y desinteresado con respecto a todo en el mundo, pero él mejor que nadie sabía que esto tan sólo era una máscara—. ¿Irás a verla, al menos? —Jeremy volvió a concentrarse en el documento, y, como si no estuviese decidiendo sobre su vida y su futuro, sino simplemente la ensalada de su cena, contestó:

—Claro. La veré.

—Concertaré la cita con John Hammonds; está muy interesado en que esta unión se dé.

—Me pregunto por qué —Robert miró a su hermano apretando sus labios. John Hammonds era el administrador de los bienes de las Hendricks desde que el único hombre de la familia, William Hendricks, muriera menos de un año atrás. Lo estaba pasando fatal, pues las industrias cada vez tenían más y más pérdidas. Un paso más en esa dirección y todo lo que una vez tuvieron se iría a la m****a.

Tenían el prestigio, el buen nombre, y toda esa tontería que los antiguos ricos de la ciudad de Chicago más valoraban, pero no tenían dinero. Y los Blackwell, por el contrario, sólo tenían dinero. Todo el dinero del mundo, pero sólo eso.

En este mundo, todavía eran escoria, y eso era algo que carcomía a Robert más que a Jeremy.

Robert salió de la oficina de Jeremy dejándolo solo, y éste dejó otra vez a un lado el contrato que revisaba y se giró en su sillón para mirar por la ventana que tenía a un lado tomando aire profundamente. El cielo estaba bastante despejado, y el sol primaveral brillaba haciendo alarde de su esplendor.

Pero podía estar gris, nublado y lluvioso, que a Jeremy le habría dado igual.

Se puso en pie y se asomó por el ventanal. Desde aquí, sólo podía ver los otros rascacielos de la ciudad, el pesado humo de los vehículos abajo, y nubes a lo lejos.

Hacía años que él y su hermano habían iniciado esta loca carrera hacia el poder, y siempre que pensaban que ya iban a llegar a la meta, se daban cuenta de que esta estaba más lejos de lo que pensaban. Unirse en matrimonio con alguien como Jennifer Hendricks era sólo un paso más para alcanzar esa meta, poco importaba si ella era una preciosidad o un adefesio. Si les ayudaba a llegar por fin a la cima, sería una Blackwell.

Para ella tal vez sería un descenso en esta excluyente, hipócrita y alta sociedad, pero si estaba necesitada de dinero, los aceptaría.

Esto sólo era la mejor demostración de la ley de la supervivencia del más fuerte, y ellos eran fuertes, más de lo que cualquiera podía imaginar.

—Están dispuestos a un diálogo —le dijo John Hammonds a la viuda de William Hendricks, Lucile, una hermosa mujer que aún no llegaba a los cincuenta años, y quien además se conservaba joven gracias tal vez a la genética, a las cirugías, o a las cremas, quién sabe. Ella sólo lo miró con sus enormes ojos llenos de aprensión—. Han hecho una propuesta para sacarnos de este apuro. Son nuestros más grandes acreedores...

—Ya sabes que yo sé muy poco de estos temas —dijo Lucile con su característica voz suave— Pero, ¿crees que estén dispuestos a darnos una prórroga o… perdonarnos la deuda?, —John Hammonds suspiró.

—Sí, puede ser, pero son hombres de negocios, y ellos, especialmente, no dan puntada sin dedal. Créeme cuando te digo que se aprovecharán del apuro en el que estamos.

— ¿Son… de los típicos caníbales del capitalismo? —Hammonds se encogió de hombros.

—Algo así.

— ¿Y qué condición crees tú que nos propondrán?

—La más fácil de todas, la más obvia, desde mi punto de vista —Lucile lo miró expectante—. Quieren ser parte de la familia Hendricks —Lucile cambió su expresión de inmediato por una de confusión.

— ¿Ser parte… de la familia?

—Uno de ellos se casaría con tu hija, Jennifer—. Lucile palideció, y sintió un frío bajar por su frente. — ¿Te sientes bien, Lucile? —preguntó Hammonds, preocupado.

Era obvio que los Blackwell buscaban la manera de ingresar a la más alta sociedad, pensó Lucile sin mirarlo, y se estaban valiendo de su dinero, de su poder, y de su desesperada situación.

—Hay… ¿No hay otra condición?

—Sólo esa, por ahora—. Lucile se masajeó las sienes suavemente con dos de sus dedos.

— ¿Qué edad tienen ellos?

—Treinta y treinta y cuatro. Los dos están solteros y ninguno tiene hijos.

—Demasiado jóvenes.

—No para Jennifer, que sólo tiene veinticuatro.

—Me refería a… Ya sabes, Jennifer no va a aceptar.

— ¿Hablabas de ti misma? ¿Te ibas a ofrecer a ti misma en matrimonio?

—Sí, lo pensé por un momento… pero son demasiado jóvenes para mí… y mi hija, definitivamente, no va a aceptar. Oh, John… tienes que ayudarme.

—Quisiera, Lucile, pero me es imposible. Esa ha sido la condición que ellos pusieron… y si no aceptamos… tendremos que deshacernos de muchos de los bienes de la familia.

—Y si empezamos vendiendo, aunque sea un alfiler —dijo Lucile recordando las frases de su fallecido esposo—, terminaremos rematando nuestra alma.

—Cierto.

—No tenemos salida, ¿no es así?

—No, Lucile. Las hemos buscado desde hace mucho. Ni siquiera William encontró una. Él mismo había considerado proponerles esto a los Blackwell, sólo que temía que ellos rechazaran la propuesta y se dañaran las relaciones de negocio que tenían. Ha sido una sorpresa cuando ellos mismos se ofrecieron.

—Si William mismo consideró la idea de unirlos a la familia, es porque le caían bien. Les simpatizaban, ¿no?

—Es lo que pensamos —Lucile asintió llenando sus pulmones de aire.

—Está bien. Yo… hablaré con Jenny —Hammonds asintió, y de inmediato, Lucile tomó su teléfono para llamar a su hija.

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