Teo rozó con la yema de los dedos las diminutas naricitas de sus hijos…
Sus hijos.
Aún le parecía irreal pronunciar esas palabras. Había algo casi sagrado en ellas, algo que le atravesaba el pecho cada vez que lo pensaba.
Sonrió, completamente embelesado, incapaz de quitarse de encima la sensación de maravilla. Esos dos seres perfectos eran suyos. Suyos y de Hannah. No podía terminar de creer que él había tenido parte en la creación de algo tan hermoso.
Ya habían pasado siete días desde que llegaron al mundo y aun así, cada vez que los miraba respirar, sujetar sus dedos con sus pequeñas manitas, fruncir el ceño mientras dormían, o demostrar la potencia de sus pulmones, le costaba creer que eran reales. Pero así era.
Luka y Regina. Llamados así en honor a su padre y a su abuela paterna. Eran los miembros más nuevos de la familia, pero ya queridos como si hubieran formado parte de ella desde siempre. Su familia entera estaba completamente enamorada de ellos.
—Recuéstate —susurró Han