Azucena permanecía a las afueras del edificio con Gabriel a su lado, aferrada al abrigo como si eso pudiera contener el temblor que la recorría. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar; las lágrimas no eran ya solo miedo sino la acumulación de todo lo vivido: la amenaza, la ira contenida, la impotencia de verse tan pequeña frente a una locura que acechaba de cerca.
—Estarán bien, amor —murmuró Gabriel, intentando consolarla. Le rodeó con el brazo y la atrajo contra su pecho con ternura. Él también estaba preocupado, pero sabía que en ese momento uno de los dos debía sostener la calma. Kitty había cruzado todos los límites.
—Esa desgraciada es muy mala —soltó Azucena, con la voz entrecortada—. Pobre Mariam, pobre Agatha. Esto no es justo.
Gabriel le besó la frente, con esa mezcla de protección y dolor que no tiene palabras. Sus manos temblaban apenas; él también sentía la urgencia, la necesidad de actuar. Pero en ese lugar, fuera del perímetro, lo único que podía ofrecer era su prese