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EL HAMBRE QUE NO PUEDE SER SACIADA

—Pediste mucha comida.

Preguntó Adrien con una gran sonrisa mientras metía el pollo, las papas fritas y el pan en el microondas, puso la ensalada en el encimero de mármol negro y brillante como la obsidiana, estilo bar. Dos platos y dos tazas de humeante café negro. Se agachó en busca de la helada gaseosa que venía con la comida y sirvió dos vasos para nosotros. Mi favorita, amarilla y dulce, aunque no empalagosa, peculiaridad única de mi amado Perú.

—¿Por qué sonríes así? ¿El café está tan bueno o soy yo?

—No sé… puede que seas tú. Hoy estás como… brillante. ¿Te hiciste algo en el pelo? —respondí riendo y revolviendo mi taza humeante.

—Solo lo lavé. ¿Brillante dices? ¿Cómo el sol o como un sartén de cobre recién fregado? —se pasó la mano por sus hebras húmedas y destellaron bajo la suave luz de la lámpara.

—Como alguien que se siente feliz y no lo disimula. Te ves… radiante. Y e

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