Las luces del salón de eventos parpadean levemente cuando Alexander toma el micrófono. Es una gala benéfica, organizada meses atrás, antes de que todo se desmoronara. La alta sociedad está reunida: empresarios, celebridades, figuras políticas, todos vestidos de gala, con copas de champagne en la mano y expectativas de una noche elegante. Lo que nadie sabe es que están a punto de presenciar la caída de una reina sin corona.—Buenas noches —comienza Alexander con voz firme, su mirada dirigida al público pero, sobre todo, a ella—. Antes de continuar con esta velada, necesito decir algo. Algo que por demasiado tiempo permití que se ocultara.Camille, sentada en la mesa principal, al lado de él, palidece. Siente cómo la atención se vuelca hacia ellos como un vendaval.—Durante años he intentado proteger a las personas que amo, incluso a costa de mi bienestar. Pero esta noche, ya no hay más silencios. Es hora de rescatar la verdad.Un murmullo recorre la sala. Isabella observa desde una e
Alexander había estado cavando en silencio, escarbando los rincones oscuros de un pasado que Isabella había enterrado con desesperación. No lo hacía por desconfianza, sino por amor. Por rabia. Por justicia. Después de la caída de Camille, quedaban cabos sueltos. Y entre ellos, un nombre que se repetía como un susurro sucio entre las sombras: Javier Calderón.Encontrar la empresa fue fácil. Comprar información, incluso más. Javier trabajaba como director de operaciones en una empresa tecnológica de segunda línea, ubicada en un piso austero en una de las torres más antiguas del distrito financiero. No tenía ni idea de lo que se le venía encima.Alexander llegó al edificio vestido de negro, como si el color acompañara la tormenta que rugía dentro de él. Nadie lo detuvo. No necesitaba anunciarse. Cuando entró en la oficina, el aire cambió. El silencio se volvió denso. Había fuego en su mirada.Javier levantó la vista desde su escritorio, molesto por la interrupción, hasta que lo recono
El sol entra tímido por las cortinas, pero no calienta. No en el pecho de Isabella, que se ha convertido en una fortaleza fría. Desde el sillón del salón, observa la taza de café humeante sobre la mesa sin atreverse a tocarla. Lleva horas así. Minutos convertidos en siglos. Silencios en los que todo parece normal, y sin embargo, nada lo está.La ciudad bulle al otro lado de la ventana. Autos, voces, bocinazos. La vida sigue.Pero dentro de ella, algo está roto. Algo que ni siquiera el amor más sincero podría reparar por completo.Alexander entra en la habitación en silencio, como si no quisiera perturbarla. Lleva una camisa arrugada y ojeras marcadas, evidencia de las noches sin descanso desde que todo estalló. Se sienta a su lado, sin decir nada al principio. Solo la observa.Isabella mantiene la vista fija en su taza. El vapor le empaña los ojos, pero no llora.—No tienes que quedarte —murmura de repente, con la voz baja.Alexander entrecierra los ojos.—¿A qué te refieres?—Ya li
La oficina está sumida en un silencio denso cuando Alexander entra. La luz del atardecer se cuela por las amplias ventanas, tiñendo todo con un tono dorado que no logra suavizar la tensión en el aire. Henry ya lo espera, de pie junto al escritorio, los hombros rectos pero la mirada clavada en el suelo, como si el peso de sus acciones le impidiera alzar la vista.Alexander cierra la puerta con un clic seco. No dice nada. Solo lo observa, los labios apretados y la mandíbula tensa. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, hoy arden con una mezcla de decepción y furia contenida.Henry alza finalmente la mirada, y en ella hay algo distinto. Algo que Alexander no le había visto en años: vulnerabilidad. No la máscara arrogante que siempre llevaba, no el sarcasmo que solía escudarlo. Solo un hombre roto, al borde del remordimiento.—Gracias por venir —dice Henry, con voz ronca.Alexander no responde. Se cruza de brazos y espera.Henry respira hondo.—No sé por dónde empezar... Tal vez p
La ciudad se desliza tras el parabrisas como un borrón de luces y sombras. Alexander conduce sin mirar realmente el camino, guiado por el piloto automático de la costumbre y la necesidad de escapar. El aire acondicionado sopla frío sobre su rostro caliente, pero no es suficiente para apagar el incendio que arde en su pecho.Las palabras de Henry retumban en su mente como martillos sobre una losa de piedra. "Quise destruirte. Quise ser tú. Y me perdí en el odio."Sus nudillos están blancos sobre el volante. Cada semáforo parece tardar una eternidad, cada transeúnte una provocación. No sabe si tiene más ganas de llorar o de gritar.Cuando por fin llega al departamento de Isabella, no toca el timbre. Entra con sus propias llaves, esas que ella le dio cuando quiso darle una oportunidad, cuando las cosas parecían simples. Pero nada es simple ahora. Nada lo ha sido desde que supo la verdad sobre los trillizos. Nada lo será después de esto.Isabella está en la cocina, con una taza de té en
El café se le derramó por tercera vez esa mañana. —¡Maldición! —bufó Isabella mientras intentaba limpiar la mancha en su blusa con una servilleta húmeda. Los trillizos habían dejado un caos en la cocina, la niñera había llegado tarde, y su cita con el nuevo empleo no podía ser más inoportuna. Aun así, ahí estaba: parada frente a uno de los rascacielos más imponentes de la ciudad, con una mezcla de nerviosismo, adrenalina y… algo más que no sabía cómo nombrar. Blackwood Enterprises. El nombre retumbaba en su mente desde que aceptó el trabajo como diseñadora dentro del departamento creativo. El sueldo era una bendición, la oportunidad, un sueño. Pero algo dentro de ella vibraba extraño desde que escuchó aquel apellido. Sacudió la cabeza y entró al edificio. Al pisar el mármol brillante del vestíbulo, sus pasos resonaron como una advertencia. El ascensor estaba abierto. Isabella se apresuró, ajustando su bolso y ocultando la mancha de café como podía. Dentro, un hombre con un
Cinco años atrás La música suave del cuarteto de cuerdas llenaba la sala del hotel con elegancia, mientras el murmullo de la élite empresarial flotaba entre copas de champán, risas fingidas y sonrisas ensayadas. Isabella se sentía como una intrusa. Llevaba puesto un vestido negro prestado y unos tacones que no eran suyos. Había acompañado a Valentina, su mejor amiga y abogada en ascenso, a esa gala benéfica solo porque prometieron que habría canapés caros, vino gratis y, con suerte, alguien interesante para mirar. —Solo estás aquí para disfrutar —le recordó Valentina, dándole un leve codazo—. Olvídate del mundo real por una noche. Y así lo haría, se lo había prometido a sí misma. Después de pasar mucho tiempo donde su plan más atrevido era quedarse en su casa viendo comedias románticas y llorando por el daño que su ex le había hecho, estaba lista para comenzar de nuevo. Caminaba hacia la terraza cuando lo vio. Alto, traje oscuro perfectamente ajustado, copa en mano, mirada intens
El tic-tac del reloj colgado en la pared de la clínica privada resonaba como un tambor en su cabeza. Isabella tenía las manos frías, el estómago revuelto y una sola palabra dando vueltas como una nube negra en su mente: "imposible".Había pasado poco más de un mes desde su encuentro con Alexander, el hombre que la había marcado para toda la vida. —Señorita Reyes —llamó la enfermera con voz suave. Isabella se levantó lentamente y entró al consultorio. La doctora era joven, de rostro amable. Llevaba una carpeta en la mano y una mirada que intentaba ser reconfortante. —Ya tengo tus resultados. Isabella asintió, pero no dijo nada. No podía. Sentía que si abría la boca, iba a vomitar el miedo. Jamás había estado tan asustada como en ese momento. —Estás embarazada, Isabella. Aproximadamente de cinco semanas. Silencio. Todo a su alrededor pareció alejarse: el sonido, el color, el aire.Su mano fue rápidamente hacia su garganta, sentía que no podía respirar. De pronto todo le estaba