El teléfono sonó y Jade se sintió emocionada porque era justo lo que estaba esperando: una llamada de su madre.
Rápidamente, apartó el libro que intentaba descifrar y memorizar. Se trataba de un libro con caracteres tailandeses que le estaba ayudando a aprender la lengua de dicho lugar.
Huir a Tailandia no había sido la opción más práctica, pero sin duda sí la más efectiva.
Llevaba un mes instalada en el país y hasta la fecha Adriel no tenía ni la menor pista sobre su paradero y, por supuesto, no la tendría jamás, ya que con la ayuda de su familia se había asegurado de crear una nueva identidad, una que la mantuviera protegida de la obsesión de su marido.
—¡Mamá! —contestó con alegría.
—¡Jade, cariño! —exclamó la mujer mayor con emoción y al mismo tiempo melancolía—. ¿Cómo estás? Te he extrañado tanto.
—Estoy bien, mamá —la tranquilizó de inmediato al notar su tono preocupado, un tono que para su pesar nunca abandonaba su voz últimamente.
—¿Estás segura? ¿Te has sentido bien este