Cruz se sentaba en mi habitación y leía mi diario todo el día y toda la noche sin comer ni beber.
Era como si me conociera de verdad por primera vez.
Cuando leía el momento de mi felicidad, se echaba a reír. Cuando leía el momento de mi tristeza, volvía a enrojecer los ojos.
Hasta que leyó todo el diario se dio cuenta de lo mucho que le quería antes.
Y toda mi tristeza venía básicamente de él.
Se acurrucó en el suelo y besó ligeramente el diario entre sus brazos como si me besara la cara: —Clara, lo siento, lo siento. Lo siento mucho, vuelve, vuelve a mí.
Y yo me senté a su lado, observándolo todo con rostro inexpresivo.
¿Y de qué servía el arrepentimiento? ¿Podía el arrepentimiento devolverme la vida? No me conmovían unas lágrimas de un asesino.
Al día siguiente, Cruz buscó a los de la caravana que viajaban con nosotros el día que desapareció Melinda para interrogarlos.
Cuando se enteró de que no era que yo hubiera dejado atrás a Melinda deliberadamente en aquel momento, sino que a Me