CAPÍTULO DIECINUEVE

Los ojos de Nash brillan con una excitación primitiva, y con un movimiento rápido y potente, se adentra en mí hasta la médula. El breve dolor de mi inocencia al romperse es intenso pero fugaz, rápidamente eclipsado por una oleada de placer indescriptible que me invade como un maremoto, amenazando con arrastrarme. La sensación es salvaje, cruda y absorbente: una mezcla estimulante de placer y dolor que me deja sin aliento.

Nash no se detiene; su necesidad es demasiado apremiante, demasiado salvaje para contenerla. Sus caderas se retiran solo para embestir de nuevo, con más fuerza y ​​rapidez, impulsados ​​por un hambre insaciable que me deja sin aliento. No hay dulzura en su acercamiento, ni vacilación; solo una necesidad cruda y animal que nos consume a ambos, un ritmo implacable que me deja tambaleándome por las sensaciones.

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