Silvia respiró hondo cuando el ómnibus se detuvo junto a la plataforma con un último bufido.
Allí estaba.
En pocos minutos habría dejado atrás todos los malos momentos que había vivido allí. Y los buenos momentos también. Pero como los malos aún eran muchos más, y mucho más importantes, no podía experimentar la menor tristeza por irse de aquel rincón del mundo dejado de la mano de Dios para no regresar jamás.
Volvió a la camioneta con los hermanos a buscar su equipaje, y ocupada colgándose la mochila, no vio la cara de Sean al enterarse que aquella guitarra de colección ahora le pertenecía a su hermano.
El hombre del ceño eternamente fruncido se las ingenió para sonreírle al desearle buen viaje.
—Gracias, Sean. —Silvia vaciló—. ¿Puedo pedirte un último favor?