Elena estaba relajada en el dormitorio principal de la villa frente al mar, recién salida de un baño en la bañera de hidromasaje.
Para nada parecía una mujer con cáncer terminal.
De repente, un golpe fuerte e insistente se hizo oír en la villa.
Pensando que era una entrega, abrió la puerta, solo para que un hombre de traje negro irrumpiera. Su expresión era helada y sus ojos parecían los de una víbora. Una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios.
A Elena se le fue el color de la cara.
—¿Qué estás haciendo aquí? —balbuceó, con un destello de miedo en sus ojos.
El hombre se echó a reír con desdén mientras se sentaba en el sofá, cruzando una pierna sobre la otra de manera casual.
—Entonces, ¿cómo se siente fingir estar enferma? ¿Estás disfrutando de la mansión?
—Dejemos de perder el tiempo. ¿Dónde está mi dinero? Necesito esos quinientos mil dólares.
Elena, agarrándose el kimono, se puso de pie.
—¿De qué estás hablando? —exclamó—. No te debo tanto. Habíamos quedado en doscientos cincuen