¿Odio a primera vista?

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trece años atrás

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La mirada turbulenta de aquel hombre encorvado, pálido y solemne, observan el cuerpecito agazapado de su primogénita delante de una lápida fría y tan gris como el cielo encapotado que los cubre. La tristeza rodea a aquella criatura escuálida e inocente, de huesos temblorosos y corazón fragmentado. El mundo entero se pinta de melancolía con escuetas pinceladas de lágrimas gruesas y sangre espesa.

Su primogénita, aquella chiquilla que alguna vez le compartió sonrisas sin dientes, está tan rota como el antiguo portarretatro de su esposa. El terremoto de los sentimientos desmorona esa frágil determinación, no es la baja temperatura, sino el dolor.

Al hombre le cuesta entender por qué las nubes suelen congregarse y marchar al son de la agonía siempre que la tierra cubre una caja de madera. ¿Son los ángeles llorando?

El retumbar de un trueno perpetra a través de la pérdida.

Los presentes se retiran justo después de la última flor, la flor de la niña que se ha quedado sin madre.

Los pésames se mezclan con los «Todo estará bien» y «Ella está en un lugar mejor». Las palmadas y los abrazos sacuden la tristeza silenciosa.

Para Marcus Vitale solo son susurros lejanos que no embalsaman sus heridas. Ningún consuelo va a ser suficiente. Ojalá... Ojalá pueda apaciguar el luto de su hija.

Qué equivocado está.

La niña permanece arrodillada en la tierra húmeda, perdiendo toda esperanza delante de una verdad eterna.

Así como en el firmamento, en esos ojos cristalinos el aguacero no cesa.

Marcus aborrece segundo tras segundo. Sus manos temerosas la agarran de los hombros antes de acuclillarse precariamente a su lado. El crujido de sus huesos la inequívoca señal de lo mucho que los años le están pasando factura.

—Mi amor. Mi pequeño amor.

Al oírlo, la niña solloza en bajas cadencias.

Atrapada en la visión borrosa y acuosa, ella lucha por leer el nombre grabado en una lápida de granito, intentando convencerse de la realidad.

❝I V O N N E — S O P H I A — C A L L I S T O

HERMANA—ESPOSA—HIJA

AMADA MADRE❞

La niña se ahoga con un quejido estrangulado, sucumbiendo al peso invisible de su tristeza. Antes de que ella colapse en el suelo, Marcus la atrapa, la refugia en su pecho y apacigua su llanto. A ratos, solo a ratos, la niña vuela hacia un mundo donde su familia nunca es separada. Luego ella vuelve a caer, sin alas ni esperanzas. Y, al caer con tanta fuerza, esas heridas solo se abren aun más.

—Saldremos adelante, Violetta. Lo vamos a lograr. —Marcus besa su pelo rubio y la apretuja entre sus brazos, queriendo consolarla y consolarse a sí mismo en ese pozo de soledad—. Tienes que confiar en mí, ¿sí?

—Quiero a mi mamá.

El pecho de Marcus convulsiona de dolor al oír la vocesita entrecortada justo allí.

Él también quiere a su esposa de vuelta.

La niña hunde la cara en su costoso traje negro de dos piezas, pero muy pronto se derrumba. Marcus no impide la inevitable caída. No puede comparar su sufrimiento con el de ella.

Él ha perdido una esposa, pero Violetta ha perdido algo más grande.

Ha perdido una madre.

Marcus se concentra en lo que único que está en su control, que es su hija afligida y desconsolada. Sus manos la ayudan a sobrevivir al momento, abrazándola y acariciándola hasta conseguir que el hielo se desprenda de sus corazones. La mece de lado a lado, susurrando promesas desesperadas contra su cabello. La pobre niña se encoge sobre sí misma y él no puede hacer más que retener sus pedazos, sosteniendo su cabeza con la curva del codo.

Está a punto de sumirla al mundo de los sueños, si solo tuviera tenido el tiempo suficiente para mecerla y reconstruirla con dulces caricias en el pelo. Violetta, su querido amor, cansada de llorar, cierra sus ojos y balbucea el nombre de su madre. Un minuto es todo lo que necesita, pero el tiempo nunca ha sido misericordioso con Marcus.

Detecta el crujido de la hierba húmeda mucho antes de que la niña deshuesada se desplome sobre su brazo suplicándole consuelo. Tiene que ser sordo o terriblemente inconsciente para desconectarse de la realidad que aguarda a la vuelta de la esquina. Marcus solo desea extender el duelo con su hija, ser un poco egoísta. Reclamar el calor de la única luz que le ha dejado la vida en esta oscuridad.

Sin embargo, los pasos se aproximan. El crujido acrecenta y la misericordia se extingue.

—Marcus Vitale, realmente es una triste pérdida.

Contiene un gruñido a duras penas. Una parte de sí mismo quiere desconocer la familiaridad de ese acento italiano. Con la niña en el brazo, lucha para encontrar su propia voz.

—Giancarlo —murmura ronco y traga saliva, aliviando el ardor en su garganta—. Gracias por tu asistencia.

En cuestión de segundos, un par de mocasines negros se materializan a su derecha.

—Necesitamos hablar de inmediato. Dante está esperando allá atrás. Odia los cementarios, así que es pedirle demasiado que se acerque a la tumba de Ivonne.

Marcus no reacciona al comentario impersonal, pero le preocupa que su primogénita esté escuchando al recién llegado. Es una triste fortuna que Violetta continúe derramando una cacofonía de sufrimiento. Ella no le presta la suficiente atención a su entorno.

—¿Tiene que ser ahora?

—Ahora.

El acento entrecortado de Giancarlo no consiente pretextos.

Le cuesta demasiado desenredarse del calor reconfortante de su hija. Lo último que quiere es alejarse, pero el hombre está mirando, y tiene que establecer un límite lo más pronto posible. Marcus teme que Violetta pierda toda la fuerza en cuanto la mueve hacia arriba, enderezándola. Durante un latido, espera que Violetta se desmaye, pero la niña, oh su niña, se mantiene lo suficiemente estable en sus manos y rodillas.

«Ella es fuerte, claro que lo es»

—Mi amor —musita pesaroso—, volveré en un minuto.

Entendería que ella ni siquiera lo reconozca en ese estado de conmoción, pero Violetta asiente lentamente, haciéndole saber que lo ha escuchado. Un poco menos nervioso, Marcus se levanta y retrocede un poco junto al italiano.

«Perdóname, Violetta, esto lo hago por nosotros»

Giancarlo es un tipo bastante grande, musculoso y tosco. Con esas gafas de sol y ese tabaco humeante entre los labios, luce totalmente como lo que es.

—Espero que todavía guardes energía para cumplir tus deberes —dice el italiano desinteresado—. Si Dante puede, tú no tienes excusas.

Marcus echa un vistazo hacia atrás, mucho, mucho más allá del cementario. Es fácil reconocer al heredero Russo. El chico tiene un porte arrogante y un aura bastante oscura. Dante es el protegido de Giancarlo, y no le resulta una novedad que el muchacho esté manejándose con la naturaleza ambiciosa de su cuidador.

—No te preocupes, Giancarlo. Solo te agradecería hablar de esto en un lugar que no sea la tumba de mi mujer.

—Ivonne ya no está. Tú estás vivo.

—Mi hija también está viva. ¿Qué no la ves? Está justo allí llorándole a su madre muerta.

Giancarlo inclina la cabeza. A pesar de las gafas de sol, claramente está mirando ahora la menuda figura de Violetta Vitale. Marcus contiene las ganas de reclamar cuando Giancarlo avanza lentamente en dirección a su hija.

La mano pesada del italiano aterriza en el frágil hombro de la niña con una suavidad totalmente impropia de él. La niña, sin embargo, reacciona muy poco al inesperado contacto.

La chiquilla se encuentra lidiando con su propia aflicción, mirando a la nada, mientras la hierba se clava en sus rodillas huesudas a través de unas mallas negras que combinan con sus zapatillas de charol.

—Pues tu hija parece fuerte. He visto niños de su edad creando un gran escándalo, ya sabes, gritando y rogando. Aunque me parece demasiado despistada. —Giancarlo sacude el hombro de la niña tranquila, probando su teoría.

Violetta sigue sin reaccionar.

Marcus frunce el ceño, conteniéndose.

—Dejemos esto para después, Giancarlo. Te lo agradecería.

Aunque no se aleja de inmediato, Giancarlo continúa al pendiente de su primogénita incluso después de liberarla. Le inquieta esa atención sobre su hija.

—Fíjate que eso no se va a poder, Marcus. Recuerda una cosa. —El italiano palmea la espalda de Marcus y esboza una sonrisa de lado, enseñando sus dientes blancos—. El dinero nunca descansa.

—¿Qué es lo que quieres?

—Agarra a tu chiquilla. Hay una camioneta esperando. Hay que hablar de negocios.

La mirada incrédula de Marcus viaja del italiano a la niña de rodillas en el suelo, sopesando las alternativas que puedan servirle de ayuda. Por supuesto, es demasiado tarde para encontrar una salida segura. Giancarlo camina de regreso a su protegido al otro lado del cementario, dejándolo con una incómoda obligación a la vuelta de la esquina.

Apesumbrado, Marcus vuelve con la niña rubia. Él le frota la espalda, fijándose en el abrigo azul cielo, el que trae encima de un vestido de un color azul mucho más pálido y funesto. Es el mismo abrigo que le regaló Ivonne en su cumpleaños número diez. Violetta había brincado como un saltamontes, él recuerda.

Marcus siente una punza en el pecho, observándola. La mitad del cabello de Violetta cuelga en sus hombros mientras la otra parte se sostiene arriba con un lazo negro. Ivonne solía trenzarle el pelo de mil maneras, él se acuerda. A Violetta le fascinaba, siempre le pidió que le enseñara cómo hacerlo.

Él combate una guerra en su interior, azotado por las memorias frescas de una felicidad que le acaban de arrancar. No es su intención interrumpir el luto de su hija, pero la carga pesa en su lomo, y lo está tirando hacia abajo.

—Violetta, tenemos que irnos.

No sabe si es el sonido de su nombre o el sonido de su voz, pero su hija retira los brazos de su propio cuerpo. La niña es automática en cuanto se pone de pie, limpiando la tierra y la hierba que se aferran a la tela traslúcida de sus mallas en la zona de las rodillas.

—Ponte tus guantes, ¿sí? —él la guía a través de la bruma—. No quiero que te resfríes.

Una vez más, ella asiente con la cabeza.

—Después de esto volveremos a casa.

—¿A dónde vamos?

Marcus ladea la cabeza al oír la dulce melodía de su voz. Diligente y obediente, la niña camina pegada a su brazo con la vista siempre al frente. Violetta nunca mira atrás, donde se ha quedado la tumba de su mamá. De no ser por los rastros enrojecidos en la cara de la niña, Marcus juraría que su hija no ha soltado ni una lágrima.

—A un lugar tranquilo. Necesito que guardes silencio delante de estas personas, ¿okey?

—¿Por qué? ¿Van a lastimarme?

Marcus se da cuenta de que Violetta, colocándose los guantes, está mirando fijamente a los caballeros que conversan bajo la sombra de un árbol, específicamente, ella mira al hombre más joven de los dos, ese que levanta la barbilla y cuadra los hombros con naturaleza altiva.

El chico, Dante, llama mucho la atención. Violetta nació con ojos de águila, así que Marcus sabía que ella iba demostrar curiosidad por el chico que suele despertar el interés de todos. Por ende, Marcus finge no ver a Violetta estudiar atentamente a Dante de los pies a la cabeza como si se tratase de una criatura exótica, un dragón o algo similar.

—Nadie te va a lastimar, mi amor —se esfuerza para tranquilizarla—. Estaré contigo siempre.

El semblante de Violetta se oscurece.

La niña no lo expresa en voz alta, pero Marcus adivina el pensamiento bizarro en su cabecita.

«Lo mismo dijo mi madre»

Se siente tan cansado, perdido e inepto.

Su hija está sufriendo.

Él le extiende la mano, buscando desesperadamente una forma de traerla a la superficie. Violetta toma su mano al instante y confía en él sin realizar más preguntas.

—Te estabas tardando demasiado —comenta Giancarlo al verlos llegar y hace un gesto exasperado hacia Dante—. Casi me canso de el malhumor de Dante y me largo de aquí sin ti.

Sabe muy bien que Giancarlo no puede estar exagerando, porque la mirada hostil de Dante habla por sí sola. Aunque Marcus quiere echarles en cara que han sido ellos los que han venido a buscarlo en el entierro de su esposa. Por supuesto, se reserva los reclamos, dispuesto a hacer las cosas con calma. Mientras mejor se lleven, más rápido terminará todo. Lo que Marcus olvida es que hay una inocente niña a su lado que está escuchándolo todo con un comentario quemándole la lengua.

—¿Es que este muchacho tan grande no camina solo? —dice ella como si nada, apuntando a Dante con el dedo.

Cuando los fríos ojos grises del chico aterrizan en Violetta por primera vez, una corriente de energía carga la tensión en el ambiente. Marcus le aprieta la mano a la niña y la niña en cuestión ni siquiera se encoge ante la visible muestra de discordia del chico. Mientras presencia esto, Marcus le reza al Dios todopoderoso que sea la última vez que Dante Russo mire a su hija como si estuviera a punto de tirarla por un precipicio.

—Shh, quieta —Marcus la manda a callar con discresión.

Aunque su hija baja la cabeza dócilmente, Marcus casi está seguro de que Violetta estaba lanzándole cuchillos y bombas a Dante con los ojos. Por su parte, Dante emite un pequeño ruido con la garganta y se desentiende de todos modos en un dos por tres.

El incómodo intercambio es interrumpido por una tos estridente de Giancarlo.

—Joder, dejemos los jueguitos. ¡Se me está congelando el culo! Vámonos de aquí antes de que caiga un aguacero.

No es una sorpresa que el italiano esté a la mitad del comentario cuando Dante se da la vuelta y se va directamente hacia la camioneta, dando zancadas. Giancarlo lo sigue poco después sin tanta prisa. Marcus aprovecha ese momento para ver a su hija y darle su mejor cara de reproche.

—¿Qué? —exclama Violetta confundida, como si le costara entender a qué viene esa cara.

Marcus suspira y sacude la cabeza.

¿La inocencia de Violetta podría convertirse en su peor enemigo?

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Nota de autora:

El siguiente complementará el flashback y luego volveremos al presente.

Saludos y muchas bendiciones, gente bonita.

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