Maryam estaba en ese bar, con el corazón latiendo como tambor y el orgullo hecho pedazos.
Había escuchado rumores —otra vez— de que su esposo, Hernando Montalbán, estaba ahí, rodeado de copas, luces y mujeres hermosas que morían por él.
Y lo peor: era su aniversario.
Mientras afuera la lluvia caía sin piedad, Maryam se miró al espejo retrovisor del auto.
Su maquillaje estaba impecable, pero sus ojos decían otra cosa: rabia, decepción y una pizca de “me quiero morir, pero con estilo”.
Se bajó del auto, respiró hondo, y entró decidida.
El bar estaba lleno de humo, música alta y risas. Y allí estaba él.
Hernando.
El hombre con el que había jurado compartir la vida… y que ahora estaba al lado de una rubia con vestido rojo.
Él la vio desde lejos, pero fingió no hacerlo.
Alzó su copa con una sonrisa cínica.
—Señor Montalbán —dijo una de las mujeres, acariciándole el brazo—, ¿no teme que su esposa se ponga celosa?
Hernando sonrió con descaro.
—Bueno… si se pone celosa, ese es su problema,