Pasaron los meses como si el tiempo se hubiera vuelto blando, redondo, lleno de ternura.
El embarazo de Joselín fue como un remanso después de la tormenta.
Hubo días de miedo, sí.
Hubo noches de insomnio y alguna lágrima suelta por cosas que ya no dolían, pero que habían dejado huellas.
Pero sobre todo, hubo amor.
Un amor sereno, fuerte, comprometido.
Stephen era su escudo, su compañero, su paz.
Y Joselín era luz, alegría, valentía.
Y así, cuando llegó el día, fue como debía ser:
Felipe nació por parto normal, con un llanto fuerte y un cuerpo sano.
Dos kilos ochocientos.
Grande para ese cuerpito delicado de su madre, pero perfecto, hermoso, amado desde antes de tener nombre.
Joselín fue una campeona.
No gritó. No dudó.
Solo empujó con el alma.
Porque sabía que al otro lado de ese dolor, estaba lo más grande que jamás conocería.
Stephen lloró sin vergüenza.
Besó su frente mil veces.
Sostuvo su mano hasta que los dos temblaban.
Y cuando escuchó el primer llanto de su hijo, algo dentro d