76. LA HISTORIA DEL VILLANO 2.
No tuve piedad de nadie.
Ni siquiera de ella.
Mi madre.
Un niño siempre espera que su madre lo proteja. Que sea escudo, refugio... hogar.
Pero ella no fue nada de eso. Me escondió. Me negó. Me abandonó con sus silencios.
Al final, cuando me miró con ese gesto de súplica, temblando entre los escombros de la casa familiar, vi en sus ojos que nunca pensó que yo llegaría tan lejos.
Y entonces supe que la había subestimado. Ella no era débil. Solo fue cobarde.
Por eso no temblé cuando apreté mi puño y dejé que el hechizo final se llevara lo poco que quedaba de su vida.
Ni siquiera parpadeé.
Le siguió el abuelo. Su cuerpo inerte seguía en el suelo y su rostro arrugado, contorsionado por el dolor, parecía aún suplicar por un milagro que nunca llegó.
Me quedé mirándolo durante un largo rato.
Y sonreí.
Había algo exquisitamente justo en que su última expresión fuera una mezcla de sorpresa y sufrimiento.
De alguna manera, esa imagen me recompensó por cada noche que dormí en el frío, por cada ins