Milán se quedó inmóvil unos segundos tras escuchar la pregunta. El aire dentro del auto pareció congelarse. La sonrisa calculada de Rous seguía ahí, clavada en su rostro como una daga envuelta en terciopelo.
Él apartó la mirada, intentando contener la reacción que lo traicionaba. Sus pupilas se dilataron. Su respiración se volvió irregular. —¿Qué dijiste? —preguntó con voz baja, casi un susurro cargado de amenaza.
Rous, segura de sí misma, recostó la cabeza en el asiento y repitió, lenta, saboreando cada palabra: —¿Cuántos cargamentos de droga entraron anoche, Milán?
Él se giró bruscamente, atrapando su muñeca con firmeza antes de que su mano avanzara más sobre su entrepierna. —No sé de qué diablos estás hablando —dijo entre dientes, intentando mantener la compostura—. Estás confundida.
—¿Confundida? —Rous arqueó una ceja, inclinándose hacia él—. Oh, por favor, no finjas. No soy tan ingenua como Caleb cree. ¡Ya no soy esa mujer que él creía tener como esposa! Ahora soy otra completame