9

—¿Hace cuánto fue? –le preguntó Aurora dulcemente a su hija. La tenía recostada casi en su pecho, y ya estaban cansadas de llorar.

—Tres meses… en… una fiesta a la que me hicieron ir.

—¿Cómo así que te hicieron ir? –preguntó Antonio.

—Una compañera me quitó un libro, y me dijo que sólo si iba a la fiesta me lo devolvería. Fui y lo reclamé, y cuando salía… —Emilia cerró sus ojos. Tal vez ese tipo era el que había instigado todo para que fuera, para tenerla donde quería.

Pero en el fondo de su conciencia, debajo de toda su rabia y su dolor, encontraba que todo se contradecía. La manera como él la abordó, la manera como la habían hecho ir. Las rosas… ¿Era ese hombre el de las rosas? ¿De verdad?

La policía le había preguntado si tenía idea de por qué razón el hombre había quedado inconsciente después de todo. Si estaba ebrio, o había en su ropa vestigios de que había fumado algo. Le exigieron que hiciera memoria, que recordara. Pero aparte de un leve sabor a cerveza en su boca, no había encontrado nada. Ni marihuana, ni ningún otro olor diferente al de su perfume y el aroma normal de su cuerpo, y ese horroroso olor de flores nocturnas que la asaltaba en cualquier momento y en cualquier lugar haciéndole ponerse la piel de gallina y sentir náuseas.

Días después, se enteraron de que muchos chicos habían ido directamente al hospital debido a sobredosis y abuso con las drogas. Le mostraron el rostro de varios de los asistentes que se ajustaban a su descripción, pero ninguna de esas fotografías coincidía con el que ella tenía en su mente. Con el paso de los días, su caso fue quedando como los otros cientos en el país: impune.

—No estás sola, hija –dijo Aurora una tarde que llegaron de la estación de policía sin muchos ánimos, pues otra vez habían vuelto sin conseguir nada—. Nos tienes a nosotros—. Emilia la miró desanimada. La policía se escudaba por su incapacidad de atrapar al culpable diciéndole que tal vez si ella hubiese actuado de inmediato, habrían podido hacer algo, pero conforme pasaban los días y las semanas, todo se iba haciendo más difícil.

—No nos lo ibas a decir, ¿verdad? –Reclamó Antonio—. De no ser por… la consecuencia, no nos lo habrías dicho—. Emilia movió la cabeza negando.

—No quería causarles esta tristeza.

—Y te la habrías tragado tú sola –suspiró—. ¿Qué piensas hacer con el niño? — Emilia sintió un pinchazo en su vientre. ¿Qué iba a hacer? Se encaminó a las escaleras y con los dientes apretados dijo:

—No lo sé. Ya es tarde para abortarlo—. Al escuchar la exclamación de Aurora, se detuvo en sus pasos y la miró—. Mamá… quiero… no quiero detener mi vida con esto. Sólo tengo diecinueve años. ¿De verdad es justo que cargue con esto?

—Pero es tu hijo.

—¡Y de ese hombre!

—Pero es tuyo. Está aquí –dijo Aurora acercándose y poniendo la mano sobre el vientre de Emilia, y ella la arrebató alejándola y siguió avanzando hacia las escaleras.

—Tal vez lo dé en adopción. Muchas familias no pueden tener bebés y los desean de verdad. Yo no.

—¿Dejarás que unos extraños críen a tu hijo? No sabes qué valores le inculcarán.

—No me importará. Será el hijo de ellos, ellos verán.

—Todavía es muy pronto para decidir eso –dijo Antonio con voz grave—. Si decides conservarlo, te prometo que no le faltará nada—. Emilia miró a su padre, y los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas.

—Si fueras un poco malo se me haría más fácil todo esto, ¿sabes? –Antonio sonrió.

—Eres mi hija. Ese niño es mi nieto.

—¡Y de ese hombre! –repitió ella, como si no se explicara cómo podían no entenderlo.

—Pero eso no importa, ¿verdad? A ti sí te conozco. Sé quién eres tú. No quiero sobre tu vida la sombra de la incertidumbre, sé que el resto de tu vida te preguntarás qué fue de ese bebé que entregaste, y cuando tengas tus otros hijos, los mirarás y te preguntarás si tienen algún parecido con él—. Antonio respiró profundo y caminó hacia su hija alcanzándola en las escaleras, y echó atrás su cabello levantando su cara para que lo mirara—. Piénsalo. Piénsalo detenidamente. Nosotros te apoyaremos—. Ella asintió, y se dejó abrazar por su padre, sintiendo cómo al fin el enorme peso que había llevado sobre los hombros, se aliviaba un poco.

Luego de que Roberto, el prometido de Viviana, viera a Rubén mover sus ojos, pasó una semana antes de que pudiera abrirlos completamente.

—¿Puedes escucharme? –le preguntó el médico poniendo ante su pupila una molesta linterna de luz blanca. Él sólo cerró sus ojos, pero encontró que no tenía fuerzas ni para hacerlo bien.

Intentó mover su cuerpo, pero del cuello para abajo todo se sentía como un enorme bulto pesado y molesto que no respondía a sus requerimientos. Agotado, volvió a caer en la inconciencia.

Pasó una semana más hasta que pudo permanecer despierto por unos minutos.

—Rubén, despierta –le pidió Viviana en una ocasión que estuvo allí para verlo abrir los ojos. Rubén la buscó con la mirada frunciendo el ceño—. Sabes quién soy, ¿verdad? –preguntó ella en un tono aprensivo.

—Vivi –contestó él, y esa sola palabra la hizo llorar de alegría. Ella le apretó las manos.

—Estoy tan feliz. Mamá estará tan feliz. Aunque se pondrá furiosa porque no estuvo aquí cuando despertaste…

—Las rosas –dijo él cerrando de nuevo sus ojos—. Los espinos.

—¿Qué? –preguntó ella—. ¿Qué quieres decir? ¿Rubén? –pero él dormía. Viviana lo estudió preocupada. ¿Hablaba de sus dibujos? Ciertamente, en ellos había rosas y espinos, pero ¿por qué era lo primero que le preocupaba cuando abría los ojos y por fin hablaba?

Unos días después, Gemima al fin pudo verlo despierto. Lo abrazó y lloró sobre él, esta vez de alivio.

—Estuve tan preocupada –le dijo—. Tan angustiada.

—Estoy bien –dijo él tranquilizándola.

—No, aún no estás bien. Los médicos dijeron tantas cosas; ¡que no despertarías! Fue tan horrible.

—Estoy bien –volvió a decir él, y esta vez sonrió. Gemima lo miró fijamente, y verlo sonreír así la hizo sonreír también. Le tomó la mano a su hijo y él la apretó suavemente.

Poco a poco había ido recuperando el dominio de sus extremidades y todo lo demás. No era recomendable aún que se levantara, pero pronto lo haría.

—Sabes por qué estás aquí, ¿verdad? –le preguntó Gemima, y él parpadeó confundido.

—¿Me… accidenté? –Gemima sacudió su cabeza.

—¿No lo recuerdas?

—¿No fue eso?

—No, hijo. Tú… ¿De verdad no recuerdas qué pasó esa noche? –él siguió mirándola confundido.

Cuando por fin los médicos dieron el aval para que los detectives de la policía lo interrogaran y así pudiera dar su versión de la historia, éstos quedaron más confundidos que antes. Rubén no recordaba nada. Los últimos recuerdos que tenía eran haberse despedido de su hermana y su madre y haber tomado el auto para ir a una fiesta de grado. Pero no recordaba haber llegado allí, ni qué había bebido, ni con quién había hablado.

—Estuviste todos estos meses en coma por abuso con las drogas –dijo el detective escuetamente, y Rubén lo miró con ojos grandes de sorpresa—. Una mezcla letal; estimulantes, alucinógenos, calmantes. Todo revuelto la misma noche, y tal vez al mismo tiempo.

—Nunca he consumido drogas.

—Eso es lo que dices, pero en esa fiesta tal vez pudiste acceder a ellas.

—Nunca me he sentido tentado. He vivido perfectamente sin ellas toda mi vida, ¿por qué empezar esa noche y de esa manera? –el agente suspiró.

—¿Tal vez te sentiste emocionado? El ambiente, el fin de la etapa como estudiante…

—No. No me habría emocionado a tal punto. Y mi etapa como estudiante no ha acabado, yo… —de repente se sintió muy cansado. ¿Por qué lo creían un drogadicto? –Nunca he probado esas cosas –insistió—, ni conozco a nadie que las consuma.

—¿Y qué hay de Andrés Gonzáles y Guillermo Campos? –Rubén movió la cabeza para mirarlos de nuevo.

—Son mis compañeros.

—¿Ellos consumen drogas? –Rubén guardó silencio por unos segundos. ¿Qué tenían que ver ellos en todo esto?

—No lo sé… No lo creo.

—Las personas que te vieron en la fiesta aseguran que estuviste con ellos al principio de la fiesta, pero luego tú desapareciste.

Que le hablaran de cosas que supuestamente él había hecho o le habían sucedido sin que pudiera recordarlo era extraño. Quiso imaginarlo. Imaginar la fiesta, a Andrés y Guillermo allí, pero imaginarlo no era recordarlo.

Tampoco era capaz de imaginar a esos dos dándole drogas, ni a él mismo aceptándolas.

—Si ellos tenían drogas consigo, no sabría decirlo, no recuerdo nada. Lo último que recuerdo es ir en el auto hacia la finca, tal como les dije. Yo… de lo único que estoy seguro es que, si me la hubiesen ofrecido, yo la habría rechazado—. Uno de los detectives miró al otro y suspiró.

—Entonces sólo nos queda pensar que te la pusieron, sin que tú te dieras cuenta, en la bebida que tomaste esa noche. Si es así, ellos podrían pagar una penalización. ¿Sabes dónde podríamos encontrarlos?

—No sé dónde viven.

—Claro.

—Pero no creo que hicieran algo así –dijo Rubén, bastante desconcertado—. Ellos no son así. Son fiesteros y algo locos, pero no me habrían hecho daño. Son amigos.

—¿Ni siquiera por venganza?

—¿Venganza? ¡Nunca les hice nada!

—Tú no. Pero tu padre tal vez los humilló un poco al rechazarlos en su empresa. Ellos habían solicitado entrar a trabajar en la compañía de tu padre, ¿no?

—Sí, pero yo hablé con ellos luego de eso. No parecían molestos. Incluso…

—¿Incluso qué? –preguntó el hombre de la policía. Rubén se quedó callado al recordar que Andrés se había ofrecido a ayudarlo a conquistar a Emilia. No había sido de un modo agradable, pero eso le había indicado a él que no habían quedado rencores entre ellos por lo sucedido.

—Tuvimos una conversación normal luego de ello –siguió Rubén—. Ellos no parecían molestos, lo tomaron con mucha madurez a pesar de que tal vez estaban decepcionados.

—Bueno, tal vez sí, tal vez no. Lo cierto es que ambos están desaparecidos.

—¿Qué?

—Tu padre los denunció. Tenemos la ocasión y el motivo, pero no los tenemos a ellos para preguntarles. Teníamos la esperanza de que tal vez tú supieras algo.

—¿Desaparecidos? –volvió a preguntar Rubén, sorprendido.

Que ellos desaparecieran era casi una confesión. Sin embargo, la policía había presionado intentando sacarle alguna verdad. Si él no había consumido esas drogas por voluntad propia, entonces sólo podía haber sido a través del engaño, y esto era un delito. No fue casual ni fortuito, todo había sido adrede.

Los hombres le mostraron entonces fotografías de sí mismo luego de lo sucedido, cosa que lo impactó bastante. Los ojos hinchados y amoratados, las costillas rotas, la mano izquierda casi destrozada, ¡la mano con la que escribía y dibujaba! Sólo alguien que lo hubiera visto y se enterara de que era zurdo podía atacar esa mano y no la derecha si su propósito era lesionarlo para siempre.

Luego de tomar el veneno que casi lo mata, habían intentado completar el trabajo a golpes, y lo habían tirado por un deslizadero. Los agentes se guardaron de mostrarle esas fotografías en particular, y las del rescate de su cuerpo. Uno de los perros de aquella finca que casualmente había sido desatado ese día, pues era bastante violento, era el que lo había hallado. El viviente de la finca reportó el incidente y toda una flota de paramédicos y rescatistas se hizo presente. Afortunadamente, esos dos días no había llovido, pero las bajas temperaturas pudieron haberlo matado también.

Algunos se habían preguntado cómo había podido sobrevivir, y encontraron que Rubén, aun inconsciente, había vomitado todo lo que tenía en su estómago. Lo había salvado el que estuviera boca abajo, o se habría ahogado en su propio vómito. También, el expulsar parte de lo que había consumido había bajado el nivel de droga en su cuerpo, pero al ser tantas y tan peligrosas entre sí, lo habían mantenido entre la vida y la muerte tres largos meses.

Tal vez este chico estaba destinado para grandes cosas, habían pensado los médicos. O simplemente tenía las siete vidas del gato.

Los hombres le contaron a Rubén a grandes rasgos y sin detalles el hallazgo, cómo los paramédicos lo habían dado por muerto apenas ver el lugar en el que había estado a la intemperie por casi cuarenta y ocho horas, pero ya que sus tejidos no mostraban descomposición, asumieron que estaba vivo.

Vivo de milagro, se dijo mirándose la mano izquierda. Había habido saña, ira, odio hacia él. ¿Andrés? ¿Guillermo? ¿Ellos? ¿Por qué? ¿Qué les había hecho?

Pero entonces, ¿por qué huir?

—Nunca les hice nada –dijo con un poco de dolor, sintiéndose traicionado, herido más allá de lo físico—. Creí que eran amigos.

Levantó de nuevo su mano izquierda girándola y analizándola. Ahora sentía afán de probarla, hacerle su propio reconocimiento, aunque los médicos decían que físicamente estaba en perfecto estado. ¿Y si no podía volver a dibujar una rosa más?

¡Dios, las rosas! ¡Emilia llevaba cuatro meses sin recibir una!

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