DAFNE
Cuando abrí los ojos, lo primero que noté fue el silencio. No el tipo de silencio que consuela — sino el que espera, observando cómo respiro. Me quedé allí escuchando: sin gallos, sin aullidos lejanos, sin el ruido del edificio de la manada. Solo un silencio tan absoluto que me oprimía el pecho.
Flexioné los dedos. El suelo bajo mí era ceniza y vidrio frío, como luz de estrellas congeladas. Arriba, el cielo palpitaba con un rojo lento y amoratado. Este lugar olía a hierro, a lluvia vieja y a algo dulce que me hacía doler los dientes — el mismo olor que quedaba en mi boca cuando las brujas hablaban en la lengua antigua.
Por un segundo, esperé que regresara mi antiguo yo — la chica pequeña y temblorosa que no podía soportar la oscuridad. Pero no volvió. La sombra que solía tragarme se había quemado la noche en que elegí resistir. Ahora la oscuridad se movía diferente a mi alrededor: se detenía, escuchaba. No me amenazaba. Esperaba órdenes.
Ese cambio era alivio y terror a la vez.