7. El ascenso de Skyler

El departamento olía a nuevo, lo cual era una sensación muy agradable después de respirar el aroma del pescado luego de cinco años.

Pero ese lugar era suyo y de las niñas, tenían algo propio.

Skyler dejó las maletas en la sala amplia, de ventanales enormes que dejaban entrar la luz de la tarde. Había logrado comprar ese lugar con sus ganancias en la bolsa de valores, después de años de desvelos, estudios y paciencia. Cada centavo estaba invertido en ese hogar, que sería el inicio de una nueva etapa para ella y sus hijas.

Aun así, mientras recorría el espacio, no podía dejar de sorprenderse por el encuentro inesperado que había tenido ese día.

Realmente nunca esperó volver a cruzar caminos.

Había visto a Giovanni. Y la impresión todavía le recorría la sangre como un escalofrío. Él estaba aún más guapo que antes. El paso de los años no lo había desgastado, al contrario: su porte era más varonil, más fuerte, con esa seguridad que siempre lo había caracterizado. Treinta años le sentaban como un traje hecho a medida.

Pero no la reconoció. O al menos, eso creyó ella.

Quizás había pasado de largo en su memoria, como si nunca hubiera sido parte de su vida. Ese hecho le reforzaba más la decisión que había tomado: no reviviría el pasado, y solamente avanzaría hacia delante por sus hijas. Ellas eran lo más importante en ese momento.

—Mamá —la voz seria de Isabella la sacó de sus pensamientos. Su hija mayor, aunque con solo cinco años, la observaba con la madurez que parecía impropia para su edad—. Nosotras estamos listas para comenzar nuestras clases. Tú podrás concentrarte en tu trabajo sin preocuparte.

Skyler sonrió con ternura. Isabella siempre había sido así: firme, centrada, con un aire responsable que la hacía parecer mayor de lo que era. Su apoyo era invaluable.

Mercy, en cambio, estaba al borde de las lágrimas. Su pequeña de siete años abrazaba a su madre con fuerza, como si alguien fuera a arrancársela de los brazos.

—No quiero estar separada de ti… —murmuró con la voz quebrada.

Skyler se agachó para quedar a su altura y acarició sus mejillas húmedas.

—Amor, no voy a estar lejos. Las veré todos los fines de semana. Y te lo prometo: no importa lo ocupada que esté, ustedes son lo más importante para mí. Su educación es lo que necesitan ahora, cariño.

Mercy asintió a regañadientes, sin soltarla del todo.

Rowan, la más pequeña, saltaba alrededor de las cajas con la energía desbordante que la caracterizaba. Tenía apenas cinco años y sus ojitos brillaban de emoción.

—¡Aquí puedo hacer todas las travesuras que quiera! —rió, corriendo de un lado a otro.

Skyler rió suavemente, aliviada de que al menos una de sus hijas tomara el cambio como una aventura.

─••❀••─

Horas después, el timbre sonó y la tutora asignada llegó para recogerlas. Skyler ayudó a acomodar los uniformes y los libros, dándoles los últimos abrazos antes de verlas marcharse. El silencio que quedó en el departamento le pesó como una losa.

Aún podía escuchar la risa de sus hijas ahí con ella, jamás había estado sin ellas más de cinco minutos.

Respiró hondo, la determinación reemplazó la nostalgia. Skyler no iba a vivir de recuerdos ni lamentos. Ahora estaba lista para conquistar.

Lo primero fue el banco. Sentada frente al ejecutivo, revisó los números de sus cuentas, y lo que vio la dejó con una sonrisa triunfante. Su inversión había triplicado su valor gracias a la subida del dólar.

—Señora Donovan, ¿desea mover los fondos a otra inversión? —preguntó el banquero, asombrado por el crecimiento de su cartera.

—No —respondió con voz firme, deslizando su tarjeta sobre el escritorio—. Quiero retirar una parte y moverla aquí. Necesito liquidez. Lo más puede seguir generando rendimientos.

Con ese dinero, Skyler se lanzó al siguiente paso: abrir su propia empresa física. No era un salto al vacío, sino la culminación de años de esfuerzo silencioso. Durante tres años, había estudiado finanzas con la obsesión de una mujer que no tenía derecho a fallar. Al terminar, entendió que no bastaba con invertir: debía crear redes de poder.

Su estrategia había sido brillante. Comenzó dando pequeños préstamos a emprendedores con sueños, pero sin capital. A cambio, ella se volvía accionista parcial de sus negocios. Muchos la subestimaron, la miraron como si fuera ingenua. Dos años después, esas empresas eran exitosas, Sky Lewis —el nombre que ahora usaba en todos sus registros— era la accionista clave que los sostenía.

Ese mismo día, en la oficina vacía que había alquilado en un moderno edificio, colocó sobre el escritorio un portarretrato con las fotos de sus hijas.

—Esto es por ustedes —murmuró.

Las luces de la ciudad se reflejaban en el cristal, como si todo el horizonte le perteneciera; por eso mismo había elegido ese edificio.

Su negocio necesitaba expandirse, y estaba lista para hacerlo. Ya no era la mujer rota que Giovanni había dejado atrás.

Era otra, una más peligrosa: una madre con sed de éxito y triunfo.

Una mujer que atraía las miradas de otras personas con admiración, por la que cualquier hombre estaría dispuesto a correr el riesgo.

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