Keith se había detenido justo en el umbral, su figura elegante y oscura convertida en un punto focal de tensión que succionaba el oxígeno de la estancia. Las súplicas y los ruegos silenciosos de Grace y Caroline colgaban en el aire como hilos invisibles que, sin embargo, tiraban con una fuerza asfixiante de Duncan. Grace lo miraba con una expresión de horror social que era casi histérica, temiendo el escándalo de la discordia familiar; Caroline, con una fascinación ardiente, sus ojos fijos en la arrogancia de Keith, que solo servía para avivar el ego del hombre y el tormento interno de Elara.
Duncan sintió que la atmósfera se cerraba sobre él como una trampa de terciopelo. Había logrado resistir el chantaje de Keith y la manipulación de Grace en privado durante meses, pero esta demostración pública de desprecio y la posibilidad real de que su hermano abandonara el compromiso de la boda era demasiado para su rígida fachada de hombre de orden. No era la pérdida de la boda lo que temía,