Elara regresó al comedor con pasos medidos, la gabardina aún húmeda por la brisa del jardín. Había intentado calmarse entre los árboles, pero la paz era una ilusión frágil. Al cruzar el umbral, lo vio.
Keith.
Sentado con la espalda recta, el traje negro impecable, los dedos apenas rozando la taza de café. Su mirada la encontró de inmediato, como si hubiera estado esperándola. No sonrió. No hizo ningún gesto. Solo la miró y eso bastó.
Elara sintió cómo su estómago se contraía. La presión de esa mirada era como una mano invisible que le apretaba la garganta. Él la había visto desnuda. Él la había tocado. Él la había humillado. Y ahora, la observaba como si todo eso le perteneciera.
Pero ella no se detuvo. Caminó hacia su lugar en la mesa, con la cabeza en alto, los hombros firmes, fingiendo que no sentía el calor de esa mirada clavada en su espalda.
—¡Elara! Justo a tiempo —dijo Grace con una sonrisa radiante—. Estábamos hablando de Caroline. ¿Recuerdas que te mencioné que la llama