El amanecer llegó con luz gris que se filtraba entre las cortinas entreabiertas, pero Valeria no había dormido. Llevaba despierta desde las tres y media de la madrugada, cuando había escuchado a Enzo regresar sigilosamente a la habitación, su peso hundiéndose en el colchón junto a ella, oliendo a café y a ese perfume floral que Isabella usaba.
Había fingido dormir. Ahora, con la luz del día ganando fuerza, ya no podía seguir fingiendo.
Se sentó en la cama bruscamente, haciendo que Enzo se despertara sobresaltado.
—¿Qué hacías con ella a las tres de la mañana?
Enzo parpadeó, desorientado, su cabello revuelto. —¿Qué?
—No finjas. Te escuché salir. Te escuché bajar. Y te escuché regresar dos horas después. —Valeria se bajó de la cama, cruzando los brazos sobre el camisón de seda—. ¿Qué hacías con Isabella a las tres de la maldita mañana?
Enzo se frotó el rostro con ambas manos, suspirando pesadamente. —Solo estábamos hablando, Valeria.
—¿Hablando? —La voz de Valeria subió peligrosamente—.