Livia corrió hasta que la respiración se le volvió entrecortada, subiendo las escaleras a toda prisa.
Las palabras de Brown seguían resonando en su cabeza: solo quedaban cinco minutos.
Ese diminuto margen de tiempo no era suficiente para correr y pensar al mismo tiempo.
Todo lo que podía hacer era volcar cada gota de energía en sus piernas; su mente no tenía espacio para otra cosa.
“¡Maldición! ¿Por qué tengo que pasar por esto otra vez?”
¡Thud! Livia se estrelló contra la puerta, empujándola con el cuerpo. Jadeando, se aferró al pomo mientras la puerta se abría lentamente con un chirrido. Dudó antes de mirar dentro: alguien estaba recostado en el sofá, una pierna cruzada con total despreocupación.
Damian alcanzó su teléfono sobre la mesa, apagó el cronómetro y lo arrojó de nuevo.
—Llegaste… con tres segundos de sobra —dijo, con una mirada tan afilada que podría cortarla en dos.
Livia ni siquiera tuvo el valor de sonreírle con nerviosismo.
“Dios, qué miedo. ¡De verdad puso un cronómet