La luz de la mañana se derramaba suavemente sobre el jardín, cálida sin llegar a ser fuerte. El rocío brilló un instante más antes de desvanecerse de las hojas y las briznas de pasto, dejando el jardín fresco y lleno de vida.
—¿Así que aquí fue donde se conocieron por primera vez? —preguntó Livia, posando la mirada en un pequeño pabellón en la esquina. Cuatro sillas descansaban bajo su techo, el sol reflejándose en él. La historia que Damian le había contado la noche anterior aún flotaba en su mente, como el eco de un recuerdo. Casi podía imaginar a dos niños corriendo y tropezando aquí, peleando de ese modo inocente en que solo los niños saben hacerlo.
Debieron de ser tan adorables, pensó con una suave risa.
Tomados de la mano, caminaron sobre el césped perfectamente recortado. Para Livia, era la primera vez desde su matrimonio que recorría los senderos del jardín, disfrutando de las flores y los árboles de cerca. Hasta ese momento, solo los había admirado desde lejos: desde la venta