Pasaron unos días, acercándose al cumpleaños de su padre. El tiempo seguía fluyendo como agua de montaña: veloz e indiferente, sin detenerse por nadie.
Sí, la tierra gira igual para todos: veinticuatro horas al día. Ni más, ni menos.
Esa mañana, sin embargo, a Damian parecía habérsele ocurrido un nuevo nivel de tortura. Al menos, eso pensaba Livia. Para él, en cambio, aquello era su manera de expresar afecto.
Se apoyaba en el marco de la puerta del dormitorio, con gesto relajado y una sonrisa engreída.
—¿Dónde está mi beso de buenos días?
Livia parpadeó.
—¿Eh?
—¿No quieres? —la picó, dándole un golpecito en la frente con el dedo índice.
Livia le regaló una sonrisa radiante, falsa pero convincente.
—Claro que quiero, cariño. Te daré uno cada día, con alegría y felicidad desbordante.
Su cara brillaba tanto que merecía un Óscar.
La sonrisa de Damian se ensanchó.
—¿Tan ansiosa estás? Te gusta tanto besarme que ahora eres tú la que me lo ruega. —Se inclinó hacia ella—. Bien. Ya que lo dese