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La puerta se cerró tras las tres secretarias, que se dispersaron de inmediato hacia sus escritorios, pálidas y temblorosas.

Dentro, el ambiente era denso.

Brown permanecía detrás de Damian como un maniquí de lujo: silencioso, inmóvil, pero con la mirada afilada. Sus ojos estaban fijos en Helena, aunque su mente iba por otros rumbos.

Damian se mantuvo quieto un largo rato. El silencio entre ambos era como una advertencia no pronunciada.

Por fin, preguntó:

—¿Qué haces aquí?

Aunque solo los separaban unos pasos, entre ellos se levantaba un muro alto y grueso, imposible de derribar.

—Damian… por favor. Solo dame la oportunidad de hablar —dijo Helena en voz baja, lanzando una mirada suplicante hacia Brown, rogando en silencio que se marchara.

Pero él no se movió.

—¿Por qué? —respondió Damian con frialdad—. ¿Te incomoda su presencia? Ni siquiera lo has oído respirar. Finge que no está aquí.

¿Fingir? Ojalá pudiera. Pero la mirada cortante de Brown la atravesaba como una cuchilla.

—¿Me odias
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