Paolo conducía enfocado en el camino. La luz del sol se filtraba por la ventanilla e iluminaba sus facciones bien definidas. Angelo entrecerró los ojos y lo observó con discreción.
Apoyó un brazo en la ventanilla y contempló el ir y venir de los carros.
Levantó la vista y una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Oye, Paolo, quiero aprender a manejar.
Él rio.
—Claro que sí. En cuanto lleguemos a la casa, lo arreglo.
Angelo sonrió.
—Gracias, hermano.
Desde que eran niños, Paolo nunca le había negado nada.
En el fondo, siempre sintió que estaba en deuda con él.
Angelo veía por la ventanilla, perdido en sus pensamientos. De repente, como si recordara algo importante, se giró hacia su hermano, un poco agitado.
—Oye, ¿y Cristi? ¿Cómo ha estado?
La mano de Paolo se tensó sobre el volante.
—Bien. Ha estado bien.
Angelo sonrió con un dejo de nostalgia.
—Qué bueno. Cuando me fui a Inglaterra, era solo una niña. Seguro que ya es toda una mujer.
Paolo notó la mirada perdida de su hermano.
—Dime una