Capítulo — Camino a la Iglesia
La caravana salió mansa, como si el tránsito entendiera que ese día no tocaba apuros. Desde el asiento trasero, Sofía iba desgranando anécdotas de cuando Nicolás hacía ciudades con cajas de zapatos y pasillos con almohadones; Ana recordaba el primer día que vio a Anahír llegar a la obra con el casco ladeado, el ceño bravo y el corazón encendido, aquella mujer que convertía borrones en puentes y ruinas en puertas abiertas. Las risas cosían paciencia entre bocacalles y semáforos.
La iglesia esperaba inmaculada, de brazos extendidos: farolitos como luciérnagas fijas, flores blancas con hojitas verde agua, una alfombra que parecía hecha de espuma de mar. Adentro, silencio de vela; afuera, el murmullo vivo de la familia y de los compañeros de obra: albañiles con camisa planchada, arquitectos con corbata tímida, capataces con el pelo bien peinado. No todos entrarían; muchos se quedarían afuera, pletóricos de orgullo, para celebrar el amor de esa pareja que se