El auto de Ana y Franco parecía una pequeña guardería rodante. Tres sillitas bien aseguradas, risas que brotaban como campanas desde los asientos traseros, y la música suave que acompañaba el viaje hacia Bella Vista. Hoy, los abuelos paternos de las gemelas y de Alejandro tenían una misión especial: regalarles a sus nietos un día de alegría en medio de estas semanas agitadas.
Franco, con una gorra ladeada, cantaba viejas canciones inventadas para entretener a las niñas. Ana, sonriente, revisaba cada tanto que las botellitas de agua, galletitas caseras y pañuelos estuvieran al alcance. El auto olía a colonia infantil y a pan de leche.
En Bella Vista, Edinson y Sofía los esperaban con los brazos abiertos y un día libre. Edinson no había abierto la herrería por primera vez en semanas. Había decidido que hoy el único hierro que tocaría sería una pelota de fútbol, y no le pesaba en absoluto.
Fueron al parque central, donde los árboles comenzaban a vestirse de primavera. El sol, tibio y g