CAPÍTULO: EL VEREDICTO DE LAS SOMBRAS
Después de un reseso de unas horas donde algunos salieron a despejar la mente. Y al volver
la sala estaba repleta. Cada banco, cada rincón, cada aliento contenía la tensión de quienes habían sufrido en silencio y de los que aguardaban justicia con el corazón latiendo en un puño. El aire era denso, cargado de emociones que amenazaban con estallar. Había rostros conocidos, lágrimas contenidas, miradas cruzadas. Y en el centro, como una estatua que comenzaba a resquebrajarse, Fabricio Castiglioni.
Ya no quedaba nada del hombre altivo y manipulador que una vez creyó tener el control. Sentado en la silla del acusado, vestía una camisa arrugada y un saco que no le quedaba bien, como si su propia presencia estuviera fuera de lugar. Tenía la frente perlada de sudor, los dedos temblorosos, y la mandíbula tensa por el esfuerzo de no gritar.
A su lado, el abogado Leopoldo García—aquel tiburón de traje caro y sonrisa de vitrina—revisaba sus papeles con un de