La habitación estaba colmada de perfume a jazmín y nervios. El vestido colgaba de un gancho dorado en la puerta del placard, como una promesa suspendida en el aire. Alejandra, de pie frente al espejo de cuerpo entero, apenas podía reconocerse.
Tenía los hombros descubiertos, la piel suave realzada por el satén blanco marfil que le abrazaba la figura. El escote caía con elegancia hasta una cintura marcada por un fino bordado de hilo de plata. El recogido en su cabello estaba sujeto por un delicado tocado con pequeñas perlas y hojas de cristal, y desde allí, el velo descendía como una cascada etérea hasta el suelo.
—Estás preciosa —dijo Elsa con voz emocionada, sosteniéndole el velo mientras Ana le ajustaba la parte baja del corset.
—Parecés una princesa de esas que siempre miraba en los cuentos de hadas que te contaba—añadió Ana, acariciándole un hombro con ternura—. Pero más real. Más fuerte.
Alejandra respiró hondo.
—No puedo creer que haya llegado este día.
Anahir, que estaba sentad