El día amaneció gris sobre la ciudad, con un cielo encapotado que parecía anticipar una tormenta. En la habitación del hospital, el silencio ya no era opresivo sino tenso, contenido, como una respiración suspendida en el tiempo.
Cristian despertó despacio, con el cuerpo aún adolorido y el rostro perlado por un leve sudor. Giró la cabeza, encontrándose con los ojos inyectados de insomnio de Vittorio, quien estaba sentado junto a él, con el rostro oculto entre sus manos.
—¿Dormiste algo? —preguntó Cristian con voz rasposa.
Vittorio levantó la mirada de inmediato, como si su cuerpo respondiera por instinto al sonido de su voz. Una sombra de alivio cruzó por sus facciones endurecidas.
—No podía —respondió—. Cada vez que cerraba los ojos, veía tu sangre en mis manos.
Cristian estiró la mano con dificultad, rozando los dedos de Vittorio.
—Estoy aquí… no fue suficiente para matarme.
—Pero lo intentaron —respondió él, acercándose con los ojos encendidos—. Y eso basta para que alguien muera es