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Capítulo 2 – El eco de un deseo prohibido

Buenos Aires, 2019

No sé qué me pasa.

Apenas llevo unos días casada con Alan y sigo sin sentir nada. Creí, ingenuamente, que el tiempo podría moldear mis sentimientos, que el roce cotidiano terminaría por encender algo dentro de mí. Pero no.

Venecia fue un calvario disfrazado de paraíso. Un escenario hermoso, con una historia que dolía.

Él sabe que no lo amo. Lo presiente, lo intuye, y aun así insiste. Cada vez que me recuerda que soy su esposa, siento esa palabra como una jaula. “Mi esposa”. La pronuncia con una autoridad que me enferma, como si con ello pudiera poseer mi alma.

Las noches con él se volvieron un suplicio: ansiedad, insomnio, ese temblor en el cuerpo que no es deseo, sino miedo. Papá sigue repitiendo que esto es lo mejor para mí. Pero ¿qué sabe él de lo que se siente morir en silencio cada día?

A veces quiero gritar, pero la voz se me ahoga antes de salir.

Eduardo, con su cariño rígido, cree hacerme un favor. Me habla de deber, de prestigio, de la mirada ajena. “La familia, Gema, siempre primero”.

Y yo me pregunto: ¿en qué momento dejé de ser su hija para convertirme en su trofeo?

Mientras escribo, mi mano tiembla sobre las páginas del diario. Mis lágrimas manchan la tinta, y cada palabra es una herida que se abre.

Hasta que escucho tres suaves golpecitos en la puerta.

Rubén asoma la cabeza con esa sonrisa cómplice que siempre logra arrancarme una risa, incluso en mis peores días.

—Víctor está abajo —susurra con un brillo travieso en los ojos—. Está con tu padre en la oficina.

Lo miro sorprendida.

—¿A esta hora?

—Parece que sí. Y te advierto que está más guapo que nunca —bromea.

Me río sin poder evitarlo.

—Rubén, no pretenderás que baje así, en bata, a los brazos de Víctor. ¡Se va a espantar!

—¿Espantar? Ese hombre te mira como si fueras un hechizo, niña.

Su comentario me hace sonrojar.

—Anda, vete a dormir —le digo intentando disimular. Pero apenas cierra la puerta, mi corazón se acelera.

La curiosidad me gana.

Abro la puerta otra vez.

—Rubén… espera. No estaría mal verlo, ¿no? Solo un instante…

Bajamos juntos hacia la cocina, riendo como cómplices de un secreto.

El aire nocturno estaba quieto, cargado de ese silencio que anuncia algo.

Y entonces, como si el destino hubiera escuchado mis ruegos, Víctor apareció en el umbral.

Su presencia llenó la habitación con una fuerza serena.

Traje oscuro, el cabello algo despeinado, y esa mirada… esa mirada que parecía desnudarme el alma.

Rubén, tan predecible, tosió nervioso.

—De pronto me agarró sueño —dijo, y salió corriendo.

Víctor y yo quedamos frente a frente.

El silencio entre los dos tenía un ritmo propio, como si nuestras respiraciones se buscaran.

Él se acercó al mostrador, tomó un vaso de agua y lo dejó enseguida, sin saber qué hacer con sus manos.

—¿Puedo preguntarte algo, Gema? —dijo al fin, con voz baja y grave—. ¿Cómo va tu matrimonio?

Sus ojos se clavaron en los míos. Ya no eran los del amigo de la familia; eran los de un hombre que miraba a una mujer.

—Tú sabes cómo son las tradiciones de mi padre —respondí, bajando la vista—. Alan y yo… no hay amor. Ni siquiera lo intento fingir.

Mientras hablaba, abroché mi bata sin pensar. Sentí su mirada recorrerme, tan lenta, tan inevitable. Mi piel reaccionó antes que mi mente.

—No tienes que conformarte —dijo, acercándose apenas—. Ya no eres una niña. No dejes que decidan por ti.

—No puedo contradecir a mi padre.

—¿Y por qué no? —susurró, dando un paso más—. No te condenes a una vida sin amor, Gema. El amor debe doler de deseo, no de miedo.

Mis manos temblaron.

—No es tan fácil…

Él se inclinó apenas.

—Gema… mírame.

Obedecí.

Nuestras miradas se encontraron, y el tiempo pareció detenerse.

—¿Qué ves en mis ojos? —preguntó, casi en un murmullo.

Sonreí, temblando.

—¿Tengo que responder?

—Si no quieres, no. Con que lo sepas… está bien. ¿Lo sabes?

—Sí —dije apenas, con un hilo de voz—. Lo sé.

Él sonrió entonces. Y su sonrisa fue un arma.

Los hoyuelos en sus mejillas, su voz grave, el perfume tenue de su piel… todo conspiraba para quebrarme.

Esa noche, al volver a mi habitación, escribí solo una frase en el diario:

"He vuelto a soñar con él. Pero esta vez no dormía."

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