En pleno vuelo de regreso a casa, con los auriculares puestos, Gema cerró los ojos y pensó:
“Hogar, dulce hogar... mi Buenos Aires.” Mientras el avión surcaba el cielo, una oleada de recuerdos la invadió. Volvieron a su mente aquellos días en los que, siendo apenas una niña, llevaba su diario a todas partes. Allí escribía lo mal que se sentía por las exigencias de su padre. Hoy, ya convertida en mujer, ese diario seguía acompañándola. Era su refugio. Su verdad. Su única voz libre. Su padre, sin embargo, continuaba igual que siempre… o quizás peor. Controlaba sus estudios, su personalidad, su vida. La había moldeado a su gusto, como si ella fuera una extensión de su voluntad. Durante años lo tuvo en un pedestal, hasta que comprendió que él tenía sueños distintos a los suyos. Había regresado de su luna de miel, aunque en su mente ese viaje no tenía otro nombre que luna de tortura. Los días junto a Alan habían sido un verdadero calvario. Aun así, Gema hizo un enorme esfuerzo por cumplir con las reglas familiares, por ser la esposa obediente que su padre esperaba. Pero Venecia, con toda su belleza, no podía ocultar la sombra que la seguía. Afuera, el paraíso; adentro, el infierno. Alan la acosaba con su necesidad, con sus exigencias. Ella, atrapada en el silencio, solo podía rechazarlo una y otra vez. —¿Vas a seguir con esa actitud cada vez que me acerco a ti, Gema? ¡Por Dios, soy tu esposo! —gritó Alan, perdiendo la paciencia—. ¿O acaso pretendes que busque a otra mujer? Porque eso es lo que pasará si no cumples con tus obligaciones. —No seas ridículo, Alan —respondió con frialdad—. Si fuera por mí, te presentaría yo misma a otra mujer, con tal de que me dejes en paz. —Soy tu esposo, tengo derechos sobre ti. —¿Cuándo vas a entender que este matrimonio es solo un arreglo entre nuestras familias? Yo no elegí esto. Según papá, la hija menor debe casarse con quien él disponga, y yo… solo obedecí. —Tú no estás aquí para hacer preguntas, Gema. Estás para obedecer. Intentó tocarla, pero los gritos de ella lo detuvieron. —¡No quiero que me toques! ¡No quiero estar contigo! —dijo abriendo la puerta—. Márchate. Alan la observó con una mirada cargada de rabia contenida. —Si no fuera porque Eduardo está en el medio, ya te habría hecho cumplir tus obligaciones como esposa. —Ya le dejé claro a mi padre que, si algo me pasa, será por tu culpa. Él soltó una risa seca. —Lo sé. No puedo tocar a la niña consentida del jefe… De lo contrario, ya lo habría hecho. Cuando por fin se marchó, Gema cerró la puerta con llave, temblando. Corrió hacia su diario y comenzó a escribir su lenta agonía: > “Mi alma muere lentamente. Me siento atrapada en un laberinto sin salida. Busco una puerta, una grieta, algo… pero no la encuentro. Estoy sola. Aun así, sigo creyendo en el verdadero amor. Sé que lo encontraré. Ninguna mujer debería acostumbrarse a un hombre que la hace sufrir y llorar. No es amor lo que duele, sino la ausencia de él.” El alivio llegó recién cuando pisó tierra argentina. De vuelta en Buenos Aires, se instaló unos días en la casa de sus padres. Su padre, Eduardo, estaba de viaje, y eso le daba un respiro. Alan también había partido por asuntos laborales. Por fin podía respirar. Isabel, su madre, la recibió con ternura. Era la única que entendía, aunque en silencio, el sufrimiento de su hija. —¿Mamá, has visto a Víctor últimamente? —preguntó Gema, intentando disimular el brillo en sus ojos. —Claro. Cada vez que se reúne con tu padre, pasa a saludarme. Es un buen hombre, lo aprecio mucho. —Sí… realmente lo es. ¿Sabés de qué hablan cuando se encierran en la oficina? —De negocios, como siempre. ¿Por qué lo preguntas, hija? —Por nada, simple curiosidad. ¿Sabés si vendrá hoy? —Creo que viajó unos días con su esposa. Eduardo le dijo que necesitaba descansar. Gema suspiró, resignada. —Está bien, mamá. Me iré a descansar un rato. No te olvides de tomar tus medicamentos. —Gema… —dijo Isabel, algo inquieta—. Me siento rara desde que empecé con las pastillas. Peor que antes. —Tranquila, mamá. El médico dijo que es normal. Igual, pediremos una segunda opinión. Esa noche, después de avisarle a Rubén —el mayordomo de la casa, su confidente y casi un segundo padre— que cuidara de su madre, Gema volvió a refugiarse en su diario. > “Estar con Alan en esa ‘luna de tortura’, fingiendo ser una pareja feliz, fue una de las peores cosas que tuve que hacer. Venecia es hermosa, pero con él… se volvió un lugar frío, asfixiante. Sus manos me sujetaban con fuerza, sus amenazas eran cuchillos. Sentía miedo, repulsión, ansiedad. Por las noches, el insomnio me devoraba. Pero lo más extraño fue recordar a Víctor. No sé por qué vino a mi mente, por qué su imagen me tomó por sorpresa. Tal vez porque él representa todo lo que no tengo: ternura, libertad… y deseo verdadero.” Poco antes de dormir, Rubén llamó a su puerta. —¿Cómo te trató Alan en el viaje, niña? —preguntó con cautela. —Tranquilo, Rubén. No pasó nada grave… casi ni hablamos —mintió. Luego, bajando la voz—. Pero dime, ¿sabés algo de Víctor? Muero por verlo. Hasta soñé con él, casi todas las noches. Rubén la miró, entre divertido y preocupado. —¿Y por qué tanto interés de repente? Hace mucho que no lo ves. Dime qué pasa, que me asustás con esas ideas tuyas. Gema rió suavemente. —Nada, Rubén. Solo… me volvió a la mente su recuerdo. No dejo de pensar en él. —Niña, Víctor es un hombre casado… y tú muy joven. Tu padre se enfurecería si supiera lo que pensás. —Tú lo dijiste: si se entera. Ni tú ni yo se lo diremos, ¿verdad, mi querido Rubén? —respondió con una sonrisa cómplice—. Además, papá ya tuvo lo que quería: me casé con Alan. Rubén soltó una carcajada resignada. Sabía que esa joven mujer, tan dulce y rebelde, no se detendría ante las normas de nadie. Porque en el fondo, Gema ya lo sabía: su historia con Víctor aún no había comenzado… Solo estaba esperando el momento de despertar.