El día amaneció nublado, con un cielo gris opaco que parecía anticipar lo que sería una jornada tensa.
Las nubes pesadas cubrían la finca como una manta de incertidumbre, y una brisa fresca, casi desapacible, se colaba por las rendijas de las ventanas, acariciando con frialdad los pasillos. No llovía, pero el aire olía a tormenta contenida.
Camila lo notó apenas abrió los ojos, con una sensación vaga de presión en el pecho, como si algo estuviera por ocurrir.
Desayunó en el invernadero, como había comenzado a hacer en los últimos días. Se había convertido en su espacio seguro, un lugar donde podía pensar sin sentir miradas encima. Las plantas altas, los muebles de hierro forjado y la calidez de los rayos tímidos del sol le ofrecían una tregua del ambiente cada vez más silencioso que el comedor principal.