El auto de Claudio olía a cuero caro y derrota. Michaela se había subido sin pensarlo cuando él la alcanzó en el lobby, sus ojos suplicantes, su mano extendida como si ella fuera lo único manteniéndolo a flote.
—Mi oficina está a diez minutos. —Dijo, su voz ronca—. Por favor, Michaela. Déjame explicar apropiadamente. Sin Nick. Sin audiencia.
Ella debería haber dicho que no. Debería haber tomado un taxi a casa, bloqueado ambos números, y pretendido que esta noche nunca pasó.
Pero había algo en la forma en que Claudio sostenía el volante—nudillos blancos, mandíbula tensa—que le recordó que él también era humano. Que tal vez su historia merecía ser escuchada sin la interpretación envenenada de Nick.
—Diez minutos. —Acordó finalmente—. Y luego me voy a casa.
La oficina de Claudio estaba en un edificio de cristal que gritaba dinero viejo con gusto moderno. Su suite ocupaba todo el piso veinte, con vistas que rivalizaban con las de Nick y decoración que mezclaba herencia italiana con minima