Capítulo 2
La oscuridad espesa del techo de la iglesia se tragó el último rayo de luz, envolviéndome por completo en esa soledad helada.

A la medianoche, sonaron las campanas. Hugo no volvió.

Sabía que esta boda, planeada con tanto cuidado, terminaría igual que las otras ochenta y siete: hecha pedazos.

Mientras pensaba en esto, la pantalla del celular se iluminó con una notificación de Gloria. Nueve fotos, perfectamente editadas, mostraban una felicidad que dolía de solo verla.

Mis padres, sonrientes, le pelaban uvas con una ternura casi ridícula. Y Hugo, con esa mirada suave, le acomodaba el cabello como si fuera de porcelana.

Y al centro de esa «foto familiar» que me revolvió el estómago estaba Gloria rodeada por ellos tres. Todos sonreían como si fueran una familia feliz.

La descripción era empalagosa hasta el hartazgo:

«El dolor duele, pero el amor lo alivia. Gracias, mamá. Gracias, papá. Gracias, Hugo. Ustedes son mi fuerza en los días oscuros.»

Los comentarios eran igual de predecibles:

Papá: «Mi princesa, papá siempre estará para ti.»

Mamá: «Gloria, no temas. Siempre serás nuestro mayor tesoro.»

Hugo: «Descansa, todo esto pasará pronto.»

Y, por si fuera poco, recibí un mensaje directo de mi madre:

«Ve a dejarle un comentario a tu hermana. Está preocupada, cree que estás molesta y no quiere tomar su medicación.»

Lo supe al instante: esas palabras, seguro se las había dictado Gloria.

Estaba provocándome, disfrutando de su triunfo.

Y lo más irónico era que, aunque yo era la hija biológica y la prometida oficial de Hugo, cada vez que mis intereses chocaban con los de Gloria, los que más decía amarme siempre terminaban eligiéndola a ella sin pensarlo dos veces.

La primera boda se había cancelado solo porque coincidía con su cumpleaños.

Gloria se había puesto a llorar en plena iglesia, gritando que no quería recordar ese día como uno triste. Hugo no dudó en cambiar la fecha, y mis padres, mientras quitaban las fotos del compromiso que habíamos colgado, me echaron la culpa:

—Ya tienes a Hugo, Elena. ¿Para qué hacerle daño a Gloria? ¿Qué ganas con eso?

La segunda vez, Gloria soñó que Hugo la dejaba de lado después del matrimonio. A medianoche fue corriendo a su casa, se le colgó del cuello llorando y no quiso soltarse.

Hugo la dejó dormir en nuestra cama, y mis padres me sacaron a empujones del cuarto:

—No la alteres más, Elena. ¿Tan difícil es ser un poco comprensiva?

La tercera vez, el gato que Hugo le había regalado a Gloria se escapó. Ella salió a buscarlo y tuvo un accidente menor.

Esa noche me dejaron en el jardín sin abrirme la puerta, supuestamente para que «reflexionara»:

—Sabes lo importante que es ese gato para ella. ¿Por qué no cerraste bien la puerta?

***

Y esta última vez había sido porque no la habíamos invitado a la boda.

Dijo que se sentía excluida, que ya no era alguien importante para nosotros. Eso, según ella, desató su crisis.

Cada motivo era más absurdo que el anterior, pero, de alguna manera, siempre lograba que Hugo y mis padres corrieran tras ella... sin importar lo que quedara atrás. Aunque eso incluyera dejarme a mí en el camino.

Durante años discutí, lloré, intenté hacerles ver lo injusto que era todo. Pero siempre me respondían lo mismo:

—Tienes que comprender, Elena.

—Cede un poco.

—Tienes que pensar en ella.

Pero... ¿ochenta y siete bodas canceladas no eran ya suficiente sacrificio?

Miré la iglesia vacía. Fue ahí donde sentí, por fin, que algo dentro de mí se apagaba.

Desde que había vuelto a casa hacía diez años, no importó cuánto intentara acercarme o demostrar que también sufría, para ellos yo siempre era la hija egoísta y conflictiva.

Gloria, en cambio, era la «comprensiva y dulce», y se llevó toda la luz.

Quizás el error fue mío, por seguir esperando algo distinto.

Abrí la publicación y escribí lo que mi madre me había exigido:

«Recupérate pronto, hermana.»

Mi mamá no tardó en responderme con un emoji sonriente:

«Elena, tú también eres el tesoro de mamá.»

Qué irónico. Solo cuando me rendía, cuando me arrodillaba ante Gloria, llegaba alguna migaja de afecto.

A veces me preguntaba si algún día se enterarían de todo.

¿Se arrepentirían si supieran que su «hija perfecta» no solo fingía las crisis, sino que incluso había planeado ese secuestro?

Me pasé los dedos por el labio partido, respiré hondo y marqué directo a mi socio.

—Quiero apuntarme para abrir mercado en Lumora.

Del otro lado del celular, su voz sonó sorprendida:

—¿Estás segura, Elena? Irte a Lumora significa no poder volver en diez años. Además, ¿no acabas de casarte hoy? ¿Hugo lo aprobó? ¿Y tus papás? Siempre has dicho que tu mayor deseo es estar cerca de ellos.

Miré la iglesia vacía con una sonrisa amarga.

—La boda se canceló otra vez. No hay esposo, y mis papás tienen suficiente con Gloria.

Ambos nos quedamos en silencio por un momento.

—Bien, prepárate entonces. Sales mañana mismo.
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