Capítulo 3
Pasé toda la noche sentada en una banca helada de la iglesia. Cuando por fin amaneció, volví a casa con la mente completamente en blanco.

Apenas crucé la puerta, me topé con la mirada enrojecida de Hugo. Al verme con el vestido de novia manchado de sangre, corrió hacia mí y me abrazó con desesperación.

—Perdóname, Elena... de verdad quería ir a buscarte, te lo juro. Pero, cada vez que me alejaba, Gloria se ponía peor... No podía dejarla sola. Tienes que entenderlo. Justo ahora logró calmarse un poco. Estaba a punto de salir a buscarte cuando llegaste. ¿Estás bien?

—Estoy bien —le respondí tranquila, casi sin expresión—. No te preocupes, Hugo. Te entiendo. Podemos volver a organizar la boda. Lo importante es que Gloria esté bien.

Hugo se quedó mirándome, sorprendido, como si no creyera lo que acababa de escuchar.

—¿De verdad dices eso?

—Claro.

No podía culparlo por su reacción. Habíamos discutido tantas veces por lo mismo... Y, cada vez, él y mis padres terminaban diciéndome que, si de verdad amaba a Hugo, debía ceder por el bien de Gloria. Que no hacer la boda tal vez era lo mejor para no ponerla peor.

Pero ya no me importaba. Me iba. Y la boda, honestamente, ya había dejado de tener sentido.

Le sonreí con calma, tomé los ingredientes que llevaba en la mano y me dirigí a la cocina.

—¿Es para Gloria? Déjame prepararlo yo. Sabes que le encanta mi sopa de tomate.

Al verme encender la estufa como si nada, sin emitir ni una sola queja, Hugo suspiró aliviado y me abrazó suavemente.

—Elena, por fin lo entendiste. Gloria está enferma. Hay que cuidarla, hacerla sentir querida. Ya verás, la próxima boda sí va a salir perfecta. No importa si hay boda o no. Yo siempre te voy a amar.

Sus palabras me dieron risa… no porque fueran graciosas, sino por lo irónicas que sonaban.

¿En serio nuestra boda dependía del estado de ánimo de Gloria?

Antes, probablemente, habría explotado, le habría gritado, habría peleado. Pero esta vez solo apagué la estufa con calma y serví la sopa en un termo.

—Ya está lista. Llévasela antes de que se enfríe.

Hugo me miró con alivio y soltó un suspiro.

—Elena, de verdad... qué madurez la tuya. Te lo juro, cuando Gloria se recupere, te voy a dar la boda más linda del mundo.

Esa promesa ya no me movía nada por dentro. La última esperanza que me quedaba en él se había apagado la noche anterior, junto con la última campanada de medianoche en la iglesia vacía.

Lo esquivé sin decir nada y subí las escaleras para cambiarme y hacer mi maleta. Pero, justo en el pasillo, me crucé con mis padres.

Mi mamá llevaba el vestido de Gloria y su estuche de maquillaje, y, apenas me vio, me lanzó una mirada exigente.

—¿Y tú qué haces aquí arriba? ¿No se supone que estabas preparando la sopa? Gloria sigue en el hospital, ¿quieres que pase hambre?

Mi papá me miró con dureza, y, con esa voz seca que ya conocía de memoria, soltó:

—Si no fuera porque tu hermana se arriesgó por ti en aquel secuestro, estarías muerta. Solo te pidió una sopa hecha por ti y ni eso puedes hacer. ¿Tanto te cuesta ser agradecida?

Otra vez con el mismo cuento.

Cuando me adoptaron del orfanato, todo era diferente. Me decoraron el cuarto con sus propias manos, me llevaban a pasear, me compraban ropa bonita, pasteles...

Nos trataban a Gloria y a mí como si fuéramos realmente iguales. Como si fuéramos hermanas de verdad.

Pero, con el tiempo, algo cambió. No sé qué les dijo Gloria, qué hizo... pero sus miradas empezaron a llenarse de decepción cada vez que me veían. Poco a poco, dejaron de hablarme como antes, dejaron de verme.

Y, después del secuestro —ese que en realidad había sido planeado por la misma Gloria hacía cinco años— me señalaron como problemática y desagradecida.

Ella había contratado a un tipo para que me raptara y luego había fingido ser mi salvadora.

Se hizo pasar por víctima, se inventó heridas, crisis emocionales... Y yo, tonta, le creí. Me sentí culpable, le agradecí haberme «salvado».

Le cedí todo.

Incluso, cuando me gritaba o me insultaba durante sus crisis, nunca le reclamé nada. Al contrario, la consolaba. Siempre.

Hasta que un día, mientras cocinaba para ella y mis papás no estaban, me lo soltó entre risas. Que lo del secuestro había sido idea suya. Que todo había sido planeado para que pareciera que yo le debía la vida. Que su único objetivo era quedarse con todo el cariño que alguna vez me habían tenido.

Desde ese momento empecé a odiarla.

Intenté contarles la verdad, una y otra vez, pero jamás me creyeron.

Cada vez que lo intentaba, ellos solo se alejaban más de mí, como si cada palabra mía los decepcionara más.

Y, mientras los veía alejarse sin vuelta atrás, Gloria se me acercó con esa mirada triunfante que nunca olvidaré, y me dijo:

—Elena, desde hoy... ya no tienes papá ni mamá.

Y tenía razón. Ese día, perdí a mi familia por segunda vez.

—Elena ya terminó la sopa —dijo Hugo de pronto, sacándome de mis pensamientos.

Recién entonces, mi papá pareció reaccionar. La furia en su mirada se transformó en alivio inmediato.

—Muy bien, Elena. Así me gusta. Entre hermanas hay que cuidarse. Solo así esta familia puede estar en paz.

—Sí, ya no voy a discutir más con mi hermana —respondí con una sonrisa serena—. Por cierto, papá... Como Gloria no ha podido terminar su tesis por todo esto, que use la mía. No tengo problema.

—¡Eso es lo que quiero escuchar! —dijo emocionado—. ¡Eso sí es una hermana de verdad!

Mi mamá también asintió con satisfacción.

—Entonces vamos juntos al hospital. Gloria se va a poner feliz cuando te vea.

—Vayan ustedes primero —dije sonriendo con suavidad—. Yo voy a cambiarme y a comprarle algo dulce.

Los vi bajar las escaleras, contentos, hablando entre ellos.

En cuanto salieron por la puerta, subí a mi cuarto.

Cinco minutos después, me fui para siempre de aquella casa en la que había vivido diez años.
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