Nunca imaginé lo liberador que podía ser dejarlo todo atrás.
Después de pasar la noche en vela, ni una sola señal de cansancio se notaba en mi rostro. Lo único que sentía era una calma extraña, como si por fin algo dentro de mí hubiera hecho las paces... como si supiera que lo que venía era mejor.
Todo lo que viví —las injusticias, los reproches, las veces que tragué lágrimas en silencio— parecía ir quedando atrás, hecho polvo bajo las ruedas del taxi que me llevaba al aeropuerto.
Apenas llegué a la terminal, el celular vibró: videollamada de mi mamá.
La imagen tardó en estabilizarse y, cuando lo hizo, ahí estaba la escena de siempre: Hugo, con ternura soplaba una cucharada de sopa antes de llevársela con todo cuidado a la boca de Gloria.
A cada lado de la cama, mis padres la miraban embobados, como si estuvieran frente a algo frágil y precioso.
—Despacito, no te vayas a quemar —decía mi papá con voz dulce.
Mi mamá fue la primera en notar que ya estaba en la llamada. Me dedicó una sonr