Ocho ocho veces rota, una vez libre
Ocho ocho veces rota, una vez libre
Por: Piedrita
Capítulo 1
Gloria volvió a llamar diciendo que se despedía, y, sin pensarlo dos veces, Hugo canceló nuestra boda.

Apreté con fuerza el costoso vestido de novia, ese símbolo de felicidad y pureza, y me planté frente a él con la cara pálida.

—¿No puedes esperar hasta después de la ceremonia? Ya es la octogésima octava vez...

Los ojos me ardían de la impotencia mientras lo miraba fijo, pero Hugo solo suspiró y me abrazó, lleno de esa culpa de siempre.

—Dame un poco más de tiempo, Elena. Desde lo que pasó, Gloria está muy frágil. Tengo miedo de que haga una locura. Esta vez prometo hablar claro con ella, y, entonces, nos casaremos —dijo con voz tranquila pero firme.

Era la misma promesa que había escuchado ochenta y siete veces antes.

Antes, confiaba ciegamente en esas palabras vacías, convenciéndome de que mientras Hugo me amara, la boda podía esperar.

Pero la boda no hacía más que cancelarse una vez tras otra.

Tuvimos más de ochenta intentos de boda, y ni una sola vez llegamos frente al sacerdote.

Gloria siempre encontraba el momento exacto para tener algún incidente, ya fuera un accidente o un intento de suicidio. Y Hugo siempre llegaba primero para consolarla, calmando milagrosamente su ansiedad suicida.

Era absurdo. Una persona capaz de cortarse las venas, tragarse pastillas o gritar que quería morir, recuperaba al instante las ganas de vivir apenas aparecía mi prometido.

Me aferré a Hugo con todas mis fuerzas, tratando de retenerlo en silencio.

Mientras él aún intentaba calmarme, mi mamá perdió la paciencia.

—Elena, deja de hacer berrinche y suelta a Hugo. ¡Tu hermana está en el balcón!

—¿Y ahora qué drama haces tú? Si no fuera porque Gloria te salvó, jamás la habrían secuestrado ni estaría como está. Siempre has sido egoísta, pero esta vez tu hermana está en riesgo. ¿Tan difícil es que te comportes un poco? —me regañó mi padre con tono duro y serio.

El celular de Hugo volvió a sonar. Soltó mi mano y me miró con tristeza.

—Debo irme, Elena. Sé que lo entiendes.

No pude responder. Intenté dar un paso, pero mis tacones se torcieron y caí, golpeándome el brazo contra una estructura metálica decorativa, abriéndome una herida profunda.

El dolor me recorrió todo el cuerpo y grité por reflejo. Pero Hugo siguió caminando, como si no me hubiera escuchado, decidido a salir por la puerta.

Desesperada, grité con todas mis fuerzas:

—Hugo, voy a esperarte hasta que termine el día. Si no vuelves, jamás nos casaremos.

Su paso se detuvo un instante, pero nunca miró atrás.

Mis padres salieron corriendo tras él. Al pasar junto a mí, mi padre me lanzó una mirada sombría.

—¿Para quién es este show, Elena? Escucha bien, no solo tienes que aceptar que cancele la boda; si hace falta, sino que deberías dejar libre a Hugo para tu hermana. Su vida vale más que todo.

Mi madre me lanzó una mirada cargada de significado, y, con un tono frío y seco, soltó:

—Sé madura, Elena. Es solo una boda. Si no pudo ser hoy, será en otro momento. Ahora no tenemos tiempo para tus caprichos.

Había escuchado esas palabras muchas veces desde que había regresado a casa.

Cuando volví después de tantos años, Gloria ya llevaba quince viviendo con mis padres. Nunca pedí que la sacaran, al contrario, la acepté como parte de la familia.

Pero ella siempre quiso lo que era mío. Incluso cosas que no le gustaban, como osos de peluche o vestidos rojos que nunca se pondría.

Si a mí me gustaban, ella quería quitármelos.

Una vez le pregunté por qué actuaba así, y su respuesta me dejó helada:

—Porque disfruto verte perder todo lo que quieres. Me encanta ver tu cara de desesperación.

Era tan ingenua que pensé que, si mis padres conocieran esa verdad, verían claramente quién era Gloria. Sin embargo, subestimé su habilidad para manipularlos, por lo que lo único que recibí fue su fría recriminación.

—Elena, ¿cómo puede ser que tengamos una hija tan egoísta y mentirosa como tú? Nos has decepcionado mucho.

Que se decepcionaran entonces.

Estaba tan cansada que ya no podía ni llorar, solo sentía una tristeza profunda e insoportable en el pecho.

Con esta sensación, me levanté del suelo, cubrí torpemente mi herida sangrante con un pañuelo y, en voz baja, dije:

—Papá, mamá, vayan con Gloria. Ella sigue en el balcón.
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